sábado, 13 de octubre de 2018

¿Hacemos un programa para la radio?


La idea de tener una radio en la escuela es utilizarla y eso hacemos con los chicos de 5to de Literatura de una secundaria rural en donde trabajo. La siguiente imagen es un padlet  (hagan un "clic" y los llevará directo a él) en donde subimos lo que se va a trabajar, cómo lo llevaran a cabo y cuáles son los objetivos de trabajar en la radio, entre otras cosas.

martes, 29 de mayo de 2018

"La boda", de Silvina Ocampo


La boda
Silvina Ocampo
  Que una muchacha de la edad de Roberta se fijara en mí, saliera a pasear conmigo, me hiciera confidencias, era una dicha que ninguna de mis amigas tenía. Me dominaba y yo la quería no porque me comprara bombones o bolitas de vidrio o lápices de colores, sino porque me hablaba a veces como si yo fuera grande y a veces como si ella y yo fuéramos chicas de siete años.
  Es misterioso el dominio que Roberta ejercía sobre mí: ella decía que yo adivinaba sus pensamientos, sus deseos. Tenía sed: yo le alcanzaba un vaso de agua, sin que me lo pidiera. Estaba acalorada: la abanicaba o le traía un pañuelo humedecido en agua de colonia. Tenía dolor de cabeza: le ofrecía una aspirina o una taza de café. Quería una flor: yo se la daba. Si me hubiera ordenado “Gabriela, tírate por la ventana” o “pon tu mano en las brasas” o “corre a las vías del tren para que el tren te aplaste”, lo hubiera hecho en el acto.
  Vivíamos todos en los arrabales de la ciudad de Córdoba. Arminda López era vecina mía y Roberta Carma vivía en la casa de enfrente. Arminda López y Roberta Carma se querían como primas que eran, pero a veces se hablaban con acritud: todo surgía por las conversaciones de vestidos o de ropa interior o de peinados o de novios que tenían. Nunca pensaban en su trabajo. A la media cuadra de nuestras casas se encontraba la peluquería “Las ondas bonitas”. Ahí, Roberta me llevaba una vez por mes. Mientras que le teñían el pelo de rubio con agua oxigenada y amoníaco, yo jugaba con los guantes del peluquero, con el vaporizador, con las peinetas, con las horquillas, con el secador que parecía el yelmo de un guerrero y con una peluca vieja, que el peluquero me cedía con mucha amabilidad. Me agradaba aquella peluca, más que nada en el mundo, más que los paseos a Ongamira o al Pan de Azúcar, más que los alfajores de arrope o que aquel caballo azulejo que montaba en el terreno baldío para dar una vuelta a la manzana, sin riendas y sin montura y que me distraía de mis estudios.
  El compromiso de Arminda López me distrajo más que la peluquería y que los paseos. Tuve malas notas, las peores de mi vida, en aquellos días.
  Roberta me llevaba a pasear en tranvía hasta la confitería Oriental. Ahí tomábamos chocolate con vainillas y algún muchacho se acercaba para conversar con ella. De vuelta en el tranvía me decía que Arminda tenía más suerte que ella, porque a los veinte años las mujeres tenían que enamorarse o tirarse al río.
- ¿Qué río? –preguntaba yo, perturbada por las confidencias.
- No entiendes. Qué le vas a hacer. Eres muy pequeña.
 -  Cuando me case, me mandaré hacer un hermoso rodete –había dicho Arminda-, mi peinado llamará la atención.
  Roberta reía y protestaba:
- Qué anticuada. Ya no se usan los rodetes.
- Estás equivocada. Se usan de nuevo –respondía Arminda-. Verás si no llamo la atención.
  Los preparativos de la boda fueron largos y minuciosos. El traje de novia era suntuoso. Una puntilla de la abuela materna adornaba la bata. Un encaje de la abuela paterna (para que no se resintiera) adornaba el tocado. La modista probó el vestido a Arminda cinco veces. Arrodillada y con la boca llena de alfileres la modista redondeaba el ruedo de la falda o agregaba pinzas al nacimiento de la bata. Cinco veces del brazo de su padre, Arminda cruzó el patio de su casa, entró en su dormitorio y se detuvo frente a un espejo para ver el efecto que hacían los pliegues de la falda con el movimiento de su paso. El peinado era tal vez lo que más preocupaba a Arminda. Había soñado con él toda su vida. Se mando hacer un rodete muy grande, aprovechando una trenza de pelo que le habían cortado a los quince años. Una redecilla dorada y muy fina, con perlitas, sostenía el rodete, que el peluquero exhibía ya en la peluquería. El peinado, según su padre, parecía una peluca.
  La víspera del casamiento, el 2 de enero, el termómetro marcaba cuarenta grados. Hacía tanto calor que no necesitábamos mojarnos el pelo para peinarlo ni lavarnos la cara con agua para quitarnos la suciedad. Exhaustas Roberta y yo estábamos en el patio. Anochecía. El cielo de un color gris de plomo, nos asustó. La tormenta se resolvió sólo en relámpagos y avalanchas de insectos. Una enorme araña se detuvo en la enredadera del patio: me pareció que nos miraba. Tomé un palo de una escoba para matarla, pero me detuve no sé por qué. Roberta exclamó:
- Es la esperanza. Una señora francesa me contó una vez que La araña por la noche es esperanza.
-  Entonces, si es esperanza, vamos a guardarla en una cajita –le dije.
  Como una sonámbula porque estaba cansada y es muy buena, Roberta fue a su cuarto para buscar una cajita.
-  Ten cuidado. Son ponzoñosas –me dijo.
- ¿Y si me pica?
- Las arañas son como las personas: pican para defenderse. Sino les haces daño, no te harán a ti.
  Puse la cajita abierta frente a la araña, que de un salto se metió adentro. Después cerré la tapa, que perforé con un alfiler.
- ¿Qué vas a hacer con ella? –interrogó Roberta.
-  Guardarla.
-  No la pierdas –me respondió Roberta.
  Desde ese minuto, anduve con la caja en el bolsillo. A la mañana siguiente fuimos a la peluquería. Era domingo. Vendían matras y flores en la calle. Esos colores alegres parecían festejar la proximidad de la boda. Tuvimos que esperar al peluquero, que fue a misa, mientras Roberta tenía la cabeza bajo el secador.
-  Pareces un guerrero –le grité.
  Ella no me oyó y siguió leyendo su libro de misa. Entonces se me ocurrió jugar con el rodete de Arminda, que estaba a mi alcance. Retiré las horquillas que sostenían el rodete compacto dentro de la preciosa redecilla. Se me antojó que Roberta me miraba, pero era tan distraída que veía solo el vacío, mirando fijamente a alguien.
-  ¿Pongo la araña adentro? –interrogué mostrándole el rodete.
  El ruido del secador eléctrico seguramente no dejaba oír mi voz. No me respondió, pero inclinó la cabeza como si asintiera. Abrí la caja, la volqué en el interior del rodete, donde cayó la araña. Rápidamente volví a enroscar el pelo y a colocar la fina redecilla que lo envolvía y las horquillas para que no me sorprendieran. Sin duda lo hice con habilidad, pues el peluquero no advirtió ninguna anomalía en aquella obra de arte, como él mismo denominaba el rodete de la novia.
-  Todo esto será un secreto entre nosotras –dijo Roberta, al salir de la peluquería, torciendo mi brazo hasta que grité. Yo no recordaba qué secretos me había dicho aquel día y le respondí, como había oído hacerlo a las personas mayores:
- Seré una tumba.
  Roberta se puso un vestido amarillo con volante y yo un vestido blanco de plumetís, almidonado, con un entredós de broderie. En la iglesia no miré al novio porque Roberta me dijo que no había que mirarlo. La novia estaba muy bonita con un velo blanco lleno de flores de azahar. De pálida que estaba parecía un ángel. Luego cayó al suelo inanimada. De lejos parecía una cortina que se hubiera soltado. Muchas personas la socorrieron, la abanicaron, buscaron agua en el presbiterio, le palmotearon la cara. Durante un rato creyeron que había muerto; durante otro rato creyeron que estaba viva. La llevaron a la casa, helada como un mármol. No quisieron desvestirla ni quitarle el rodete para ponerla muerta en le ataúd. Tímidamente, turbada, avergonzada, durante el velorio que duró dos días, me acusé de haber sido la causante de su muerte.
- ¿Con qué la mataste, mocosa? –me preguntaba un pariente lejano de Arminda, que bebía café sin cesar.
-    Con una araña –yo respondía.
  Mis padres sostuvieron un conciliábulo para decidir si tenían que llamar a un médico. Nadie jamás me creyó. Roberta me tomó antipatía, creo que le inspiré repulsión y jamás volvió a salir conmigo.

 De: La furia y otros cuentos (1959)

"Patrón", de Abelardo Castillo


“Patrón”, de Abelardo Castillo
I
La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura aden­tro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que po­tros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agre­gó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:
–Sí, claro.
Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.
–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.
Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie duda­ba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entra­do al rancho y había dicho:
–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dán­doles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el cam­po, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?
–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.
El dijo:
–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.
–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablar­la”. Ella entró y dijo:
–Sí, claro.
Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Pau­la no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.
–Un alambre parece el viejo.
Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, de­mostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.
Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:
–Cerro Patrón.
Y fue todo lo que dijo.
Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmu­deció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.
Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.
–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.
Ella se acercó.
–Mande –le dijo.
–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, has­ta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.
Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relin­cho. El dijo:
–Vení a la cama.
II
No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.
–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.
Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, ase­guraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para re­ventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadra­ba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado trein­ta años y estaba acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.
Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un ani­mal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama.
–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:
–No, don Anteno.
–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?
Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mira­da caliente recorriéndole la curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:
–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.
En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hom­bres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la ame­naza. El viejo no los miraba:
–Qué buscas.
–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella com­prendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.
–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.
III
A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de es­tafado, eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insul­to en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.
–O cuarenta y tantos, es lo mismo.
Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.
–Volvemos a la casa –dijo de golpe.
Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplan­do por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siem­pre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furi­bundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola con rencor, con desespe­ración. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto sin­tió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había sa­lido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.
–¡Contesta! Contéstame, yegua.
El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía.
–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.
–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.
La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.
–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.
Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, cha­muscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.
Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.
–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.
Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.
–Che –dijo el viejo.
–Mande –dijo Paula.
Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y ha­cía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba te­miendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.
–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.
Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.
Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.
–¡Ayúdenme, carajo!
IV
Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudan­do, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el mé­dico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.
–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.
Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo des­pués garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.
Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se que­daba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.
Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Ha­blaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció aho­garse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lám­para, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los la­bios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:
–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.
Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo su­bieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.
Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:
–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.
Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.
V
El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.
Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.
–La eché –dijo Paula.
Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave giran­do en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pa­sos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estáti­co, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apre­tando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en pun­tadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adi­vinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:
–Va a tener el chico.
Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.
VI
Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.
–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.
Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.
–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:
–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.
Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.
Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumban­do entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.
Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartan­do la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontra­ron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado es­perando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un án­gulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. An­tenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impo­tente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.
Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

jueves, 6 de julio de 2017

PUBLICIDAD TELEVISIVA Y MITO

Relación con otros lenguajes artísticos
Relación con la literatura
Para esta clase se les muestra a los alumnos una publicidad televisiva que utiliza  algunos personajes de la mitología.
Publicidad televisiva:

Disponible en You Tube: https://www.youtube.com/watch?v=Mt14oJjr2io

Luego de verlo hablamos sobre los personajes que pudieron identificar en la publicidad, si reconocen el lugar donde se los presenta (El Olimpo), por qué lo eligen. Cuál es el motivo por el que eligen a Medusa por sobre los demás, qué le sucede y cuál es la finalidad de la publicidad con ese hecho. Hablamos sobre el concepto de mito y leemos dos: "El mito de medusa" y "El mito del Minotauro".
Lectura en voz alta y compartida, así también podremos evaluar procesos y ajustes de los alumnos a la hora de leer.

Relación con escultura e historieta
Tomamos una de las publicidades de la clase anterior:
Hablamos sobre los dos personajes que aparecen y dónde se encuentra esta. Tratamos de recordar a que otros personajes se les han realizado homenajes en escultura en la ciudad de Buenos Aires; tratando de guiarlos a "Mafalda". Una vez logrado pego una imagen de la estatua de "Mafalda" en la ciudad y les doy una en miniatura para que ellos las peguen en sus carpetas.


Les reparto algunos libros de historieta que tengo de "Mafalda", los cuales están separados por tema: escuela, amigos, familia y el mundo.
Cada uno de ellos elige el tema que más le guste y alguna historia para leerle a los compañeros. Explica por qué lo eligió y que piensa sobre lo que leyó.
En sus carpetas toman nota de lo que leyeron, su elección y opinión al respecto. A su vez, pueden describir a "Mafalda" y qué es lo que la destaca, siendo una niña de tan corta edad, por sobre los demás niños.

Relación con el poema y la canción
Se opta por otra publicidad trabajada en la clase anterior:
Lo que trataremos en esta clase es la utilización de palabras en diferentes contextos. Por ejemplo, "te quiero" que aparece en la publicidad en qué otros lugares o textos podemos utilizarlas. Así podemos hablar de cartas, declaraciones orales de amor y, obviamente, en un poema. Entonces, la docente opta por leerles el poema:

“Te quiero”, de Mario Benedetti

Tus manos son mi caricia 
mis acordes cotidianos 
te quiero porque tus manos 
trabajan por la justicia 

si te quiero es porque sos 
mi amor mi cómplice y todo 
y en la calle codo a codo 
somos mucho más que dos 

tus ojos son mi conjuro 
contra la mala jornada 
te quiero por tu mirada 
que mira y siembra futuro 

tu boca que es tuya y mía 
tu boca no se equivoca 
te quiero porque tu boca 
sabe gritar rebeldía 

si te quiero es porque sos 
mi amor mi cómplice y todo 
y en la calle codo a codo 
somos mucho más que dos 

y por tu rostro sincero 
y tu paso vagabundo 
y tu llanto por el mundo 
porque sos pueblo te quiero 

y porque amor no es aureola 
ni cándida moraleja 
y porque somos pareja 
que sabe que no está sola 

te quiero en mi paraíso 
es decir que en mi país 
la gente viva feliz 
aunque no tenga permiso 

si te quiero es porque sos 
mi amor mi cómplice y todo 
y en la calle codo a codo 
somos mucho más que dos.

Una vez que terminamos la lectura podemos escuchar la canción "Te quiero", de Sandra Mihanovich, adaptación del poema de Benedetti,  para que ellos puedan determinar que al poema le podemos poner música y crear una canción.



Como actividad ellos deben optar por alguna palabra o frase de las publicidades que el docente pegue en el pizarrón y armar un poema. Luego, realizaran la lectura de lo producido.

Otras actividades
1. Realizar una propaganda con alguno de los siguientes temas:
  • Violencia de género
  • Cuidado del medio ambiente
  • Uso del cinturón de seguridad
  • Uso del casco
  • Fumar es perjudicial para la salud
  • Cuidado del agua
  • Ayudemos a los perritos de la calle
Deben realizarlas en una hoja A4 para luego entregar al docente.
Producción de uno de los alumnos:


miércoles, 5 de julio de 2017

PUBLICIDAD Y PROPAGANDA

¿Cómo comienzo la clase?

Lo primero que hice fue pegar algunas publicidades y propagandas en el pizarrón para que luego los chicos las identifiquen y diferencien. Esto lo logramos por medio de preguntas como: ¿Qué son? ¿dónde las encontramos (revistas, diarios, radio, televisión, Internet, etc.)? ¿cuál es la finalidad de cada una? Hablar sobre los colores que utilizan, por qué y qué relación tiene con cada producto o tema que trata. En este punto podemos tratar los tipos de mensajes, denotativo y connotativo. Para quién va dirigida cada una de ellas, qué tipo de público, receptor o consumidor. Hablar del por qué llamamos así a las personas desde nuestra área. Y todos los temas que se nos ocurran a medida que avanza la clase.
Algunas imágenes que utilicé, las recorté de revistas para que no perdieran más que nada los colores, fueron las siguientes:





¿Cómo seguimos?

Luego, los alumnos registran conceptos y características de la publicidad y la propaganda en sus carpetas.

Conceptos 

Si bien todos los textos publicitarios tienen una intencionalidad persuasiva, se pueden establecer dos grupos:

  • Publicidades: intentan vender un producto, imponer una marca en el mercado. Tratan de convencer y persuadir de que el producto que venden es el mejor, es diferente y necesario para la vida cotidiana.
  • Propagandas: intentan cambiar una conducta social o están dirigidas a mejorar la convivencia en la comunidad. Tratan de concientizar. 
Lo que uno dice o escribe, es decir, todos los actos de comunicación tienen un propósito o finalidad a las que llamamos funciones del lenguaje.
La publicidad y la propaganda cumplen con la función referencial y la función conativa o apelativa.
  • Función referencial: el mayor interés es comunicar datos, hechos e ideas. (Informar)
  • Función conativa o apelativa: El mayor interés está puesto en el "receptor", sobre quien se influye para que actúe o piense de cierta manera. (Influir)
Denotación y connotación

Estos puntos pueden ser útiles para poder analizar una imagen publicitaria. Empezando por la denotación, lo que se ve en la imagen en si; para luego analizar la connotación, lo que la imagen transmite. No existe una connotación sin una denotación, van ligadas y es lo que en realidad le da sentido a la imagen.
Mensaje denotativo:
  • Se basa en las evidencias, esto es en la lectura objetiva de lo que se ve: descripción de objetos, personas, decorado o paisajes.
  • Tiene valores formales que son elementos visuales, conceptuales, relación, procedimentales.
  • Permite reconocer la estructura representativa de la imagen trasladándonos a la realidad espacio-temporal representada.
Mensaje connotativo:
  • Se basa en la lectura subjetiva de la descripción global de la imagen, de lo que se interpreta, incorporando nuestras propias apreciaciones, valoraciones, etc. La interpretación personal puede hacer que una misma persona perciba la imagen de acuerdo con un contexto y un espacio dado o bien la interprete según la estructura formal y organización que presenta.
  • Tiene valores expresivos comunicativos, emotivos, estéticos.
  • En la fotografía, los elementos creadores de sentido son: ángulo de visión, distancia focal, relación encuadre / objeto, profundidad de campo, punto de vista respecto al espectador, nitidez, iluminación, color.
Analicemos el mensaje connotativo en algunas propagandas de "Greenpeace", por ejemplo:

Greenpeace, la ONG ecologista y pacifista más reconocida a nivel internacional, sí que sabe hacerse escuchar. Ya sea mediante protestas, el uso de los medios comunicación y, sobre todo, a través de la publicidad es que busca transmitir su mensaje: la protección del medio ambiente y la paz mundial.

– La imagen ya te lo dice todo: un oso polar transformándose en un oso pardo por el derretimiento de los polos.



– Un extraordinario diseño tipográfico para Greenpeace, que con el simple nombre de dos ciudades y el efecto reflejo, logra la connotación de hundimiento, una de las consecuencias del calentamiento global.



– ¿Una gota de sangre? ¿La bandera japonesa? ¿Ambas?
Japón asesina alrededor de 400 ballenas cada año a pesar de
la prohibición internacional.



– Copy: “Recicla papel. Salva árboles.” Árboles representados por una hoja de papel. Simple e ingenioso.



– El copy dice: “No sólo un árbol es cortado”. Ante la destrucción del ecosistema.



Extraído y disponible en internet:
 https://altavozpublicidad.wordpress.com/2010/02/15/ecologia-creatividad-greenpeace/

Seguimos tomando nota en la carpeta de otros conceptos. Los acompañamos con imágenes, los alumnos pueden dibujar algunas.

Las marcas: Logotipo, isotipo, isologo e imagotipo

Un rasgo fundamental por medio del cual se distinguen los productos es la marca. El nombre del producto siempre aparece escrito con un color determinado y una misma tipografía: es el logotipo de la marca.


Ejemplos-de-logotipos

El isotipo se refiere a esta parte simbólica o icónica de las marcas. Es cuando reconocemos la marca sin necesidad de acompañarla de ningún texto. Sería únicamente un símbolo, y además éste sería entendible por sí mismo.
Podemos encontrar diferentes isotipos. Ejemplos: 

Logo Nike Swoosh

Ejemplos de monogramas

Ejemplos de siglas, isotipos


Ejemplos de iniciales, isotipos, logos
Ejemplo de firmas, isotipo logotipo

Ejemplos de pictogramas, logos

En el isologo podemos ver que el texto y el icono se encuentran fundidos en un solo elemento. Son partes indivisibles de un todo y sólo funcionan juntos.
Un imagotipo es un conjunto icónico-textual en el que texto y símbolo se encuentran claramente diferenciados e incluso pueden funcionar por separado.

Ejemplos de isologos e imagotipos

"Target" y "slogan"

"Target" 
Es el conjunto de personas que se elige de toda la población para dirigir los distintos mensajes comunicativos, en este caso la publicidad. 
Los productos no son fabricados para todos, sino para una parte de la población. Por ello, la población total se segmenta por distintas variables, de tal forma que los individuos incluidos en un grupo tengan un comportamiento similar.
Las variables más importantes para hacer la segmentación, son las siguientes:
_ Variables Socioeconómica: Están determinadas por la educación y el ingreso económico mensual de las personas. Va desde los ingresos más altos a los más bajos.
_ Variables Demográfica: Considera para su determinación el sexo y la edad.
_ Variables Geográfica: permite agrupar por el lugar de residencia de los individuos en cuestión.
_ Variables de Estilo de Vida: Parte de los factores psicológicos, sociológicos y antropológicos,tales como: beneficios deseados, el concepto que el individuo tiene de sí mismo, el estilo de vida, yen cómo éstos influyen en la toma de decisiones.
Determinar el target es un paso fundamental para el éxito de una campaña y para establecer la estrategia creativa de la campaña y la planificación de los medios. Esto se hace en función del producto, de la categoría y de la marca. Cada target tiene diferente exposición a los diferentes medios. Las distintas mediciones brindan información para optimizar una pauta. Conocer las actitudes de un target frente a los medios hace más fácil contactarlos al mejor costo.
"Slogan"
Es la frase que acompaña el producto. Es un mensaje adecuado para aquellas organizaciones que necesitan transmitir confianza y anclar su nombre a valores como solidez, trayectoria o liderazgo.




Para finalizar

Se les da a cada alumno una publicidad para que analicen.
Actividades:
1. ¿Cuál es el producto que se ofrece?
2. ¿Qué relación tiene el slogan con lo que se trata de vender?
3. ¿Cuál es el target al que va dirigido? ¿Por qué? Justifica.
4. ¿Presenta características o información sobre el producto? Transcribe.
5. ¿Hay palabras o frases que resaltan? ¿Por qué?
6. Explica con tus palabras el uso de los colores y el por qué de esa elección.





miércoles, 28 de junio de 2017

EL DECÁLOGO

DEFINICIÓN

Conjunto de normas o consejos que, aunque no sean diez, son básicos para el desarrollo de cualquier actividad.
Real Academia Española  

Este tema lo trabajé con cuatro de algunos curso, en Secundaria Básica, que tengo para mostrar en una capacitación que estoy haciendo, "Escribir como lector de literatura en secundaria".
Primero se les presentó el tema, tomaron nota de las características; y luego de la lectura de un decálogo a modo de ejemplo, los alumnos escribieron uno propio. 
Ya que en su mayoría estos años tienen problemas en la conducta se optó porque eligieran en escribir sobre que debería hacer "El buen alumno" y "El mal alumno".
Ninguno de los estudiantes presentó un problema a la hora de trabajarlos y se entusiasmaron con la propuesta. 
Cabe aclarar que mi trabajo en estos años está dentro del PMI y que lo realizo como pareja pedagógica.
Algunos de los trabajos fueron los siguientes: