La Galera
Manuel Mujica Láinez
Manuel Mujica Láinez
¿Cuántos crueles días viajan desde Córdoba, así, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros, arrastrados por ocho mulas dementes? Catalina ha perdido la cuenta.
Los otros viajeros vienen amodorrados pero Catalina no logra dormir. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, Administrados principal de Correos, y si es menester irá hasta el propio Virreina del Pino ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa de una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas.
Catalina tantea bajo su capa los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, porque lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán!
¡Su fortuna! Y no son solo esas monedas que se esconden bajo su falta con delicioso balanceo. Su hermana viuda ha muerto y ahora a ella le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente, nunca sabrán los otro… lo otro… aquellas medinas que ocultó… a aquello que mezclo con la medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura…
Catalina Vargas va semidesvanecida. El galope… el polvo… el correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora furiosa ¡Es el colmo ¡ Pero cuando se apresta a increpar al funcionario , advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás de la cortina de humo, brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? ¿Cómo es posible?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas y Catalina reconoce, entre la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Catalina se encoge, transpirada de miedo.
Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. La vieja señorita quisiera gritar pero ha perdido la voz. En ese instante, la galera se tuerce y se tumba con gran estrépito. Uno de los ejes se ha roto.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces de un ombú. El resto de los pasajeros rodea al coche cuya caja ha recobrado la posición normal. Suena el cuerno y uno de los soldados controla junto a la portezuela del carruaje que no falte ninguno de los pasajeros. La señorita se alza, más un peso terrible le impide levantarse ¿Tendrá quebrados los huesos o serán las monedas de oro que pesan como si fueran de mármol?
A pocas pasas, la galera vibra y empieza a galopar como un ciego animal desbocado.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda en la soledad de la pampa y de la noche.
Los otros viajeros vienen amodorrados pero Catalina no logra dormir. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, Administrados principal de Correos, y si es menester irá hasta el propio Virreina del Pino ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa de una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas.
Catalina tantea bajo su capa los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo, porque lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán!
¡Su fortuna! Y no son solo esas monedas que se esconden bajo su falta con delicioso balanceo. Su hermana viuda ha muerto y ahora a ella le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente, nunca sabrán los otro… lo otro… aquellas medinas que ocultó… a aquello que mezclo con la medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura…
Catalina Vargas va semidesvanecida. El galope… el polvo… el correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora furiosa ¡Es el colmo ¡ Pero cuando se apresta a increpar al funcionario , advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás de la cortina de humo, brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? ¿Cómo es posible?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas y Catalina reconoce, entre la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Catalina se encoge, transpirada de miedo.
Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. La vieja señorita quisiera gritar pero ha perdido la voz. En ese instante, la galera se tuerce y se tumba con gran estrépito. Uno de los ejes se ha roto.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces de un ombú. El resto de los pasajeros rodea al coche cuya caja ha recobrado la posición normal. Suena el cuerno y uno de los soldados controla junto a la portezuela del carruaje que no falte ninguno de los pasajeros. La señorita se alza, más un peso terrible le impide levantarse ¿Tendrá quebrados los huesos o serán las monedas de oro que pesan como si fueran de mármol?
A pocas pasas, la galera vibra y empieza a galopar como un ciego animal desbocado.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda en la soledad de la pampa y de la noche.
"EL RUISEÑOR Y LA ROSA" DE OSCAR WILDE
-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba rosas rojas -exclamó el joven estudiante-; pero no hay ni una sola rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido en la encina le oyó el ruiseñor, y miró a través de las hojas y se quedó extrañado.
-Ni una sola rosa roja en todo mi jardín -exclamó el estudiante; y sus hermosos ojos se llenaron de lágrimas.
-¡Ah, de qué cosas tan pequeñas depende la felicidad! He leído todo lo que han escrito los sabios, y son míos todos los secretos de la filosofía; sin embargo, por no tener una rosa roja, mi vida se ha vuelto desdichada.
-He aquí por fin un verdadero enamorado -dijo el ruiseñor.
-Noche tras noche le he cantado, aunque no le conocía; noche tras noche he contado su historia a las estrellas, y ahora le estoy viendo. Tiene el cabello oscuro como la flor del jacinto y los labios tan rojos como la rosa de sus deseos; pero la pasión ha hecho que su rostro parezca de pálido marfil, y el dolor le ha puesto su sello sobre la frente.
-El príncipe da un baile mañana por la noche -musitó el estudiante-, y mi amada estará entre los invitados. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el alba Si le llevo una rosa roja, la tendré entre mis brazos, y reclinará la cabeza en mi hombro, y su mano estará prisionera en la mía. Pero no hay ni una sola rosa roja en mi jardín, así es, que estaré sentado solo, y ella pasará desdeñándome. No me prestará atención alguna y se me romperá el corazón.
-He aquí ciertamente el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor.
-Lo que yo canto, él lo sufre; lo que es para mí alegría es dolor para él. En verdad el amor es maravilloso; es más precioso que las esmeraldas y más costoso que los finos ópalos. No se puede comprar con perlas ni con granates, ni está a la venta en el mercado, no lo pueden comprar los mercaderes, ni se puede pesar en la balanza a peso de oro.
-Los músicos estarán sentados en su estrado -dijo el joven estudiante-, y tocarán sus instrumentos de cuerda y mi amada danzará al son del arpa y del violín. Danzará tan ligera que sus pies no rozarán el suelo, y los caballeros de la corte, con sus trajes alegres, estarán todos rodeándola. Pero conmigo no bailara, pues no tengo una rosa roja para darle.
Y se arrojó sobre la hierba, y ocultó el rostro entre las manos y lloró.
-¿Por qué llora? -preguntó una lagartija verde, cuando pasaba corriendo junto a él con el rabo en el aire.
-Eso, ¿por qué? -dijo una mariposa que revoloteaba persiguiendo a un rayo de sol.
-Sí, ¿por qué? -susurró una margarita a su vecina, con una voz suave y baja.
-Está llorando por una rosa roja -dijo el ruiseñor
-¡Por una rosa roja! –exclamaron-; ¡Qué ridículo!
Y la lagartija que era algo cínica, se rió abiertamente.
Pero el ruiseñor comprendía el secreto de la pena del estudiante, y permaneció posado silencioso en la encina, y pensó en el misterio del amor.
De pronto desplegó sus alas pardas para emprender el vuelo y hendió los aires. Pasó por la arboleda como una sombra, y como una sombra voló a través de jardín. En el medio del césped crecía un hermoso rosal, y al verlo voló hacia él y se posó sobre una rama.
-Dame una rosa roja –exclamó-, y te cantaré mi más dulce canción.
Pero el rosal negó con la cabeza.
-Mis rosas son blancas –respondió-, tan blancas como la espuma del mar, y más blancas que la nieve de la montaña. Pero ve a ver a mi hermano, el que trepa alrededor del viejo reloj de sol y te dará tal vez lo que deseas. Así es que el ruiseñor se fue volando hasta el rosal que crecía en torno al viejo reloj de sol.
-Dame una rosa roja –exclamó-, y te cantaré mi más dulce canción.
Pero el rosal negó con la cabeza.
-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como el cabello de la sirena que se sienta en un trono de ámbar y más amarillas que el narciso que florece en el prado antes de que llegue el segador con su guadaña. Pero ve a ver a mi hermano, el que crece al pie de la ventana del estudiante, y te dará tal vez lo que deseas. Así es que el ruiseñor se fue volando hasta el rosal que crecía al pie de la ventana del estudiante.
-Dame una rosa roja –exclamó-, y te cantaré mi más dulce canción.
Pero el arbusto negó con la cabeza.
-Mis rosas son rojas –respondió-, tan rojas como los pies de la tórtola, y más rojas que los grandes abanicos de coral que se mecen y mecen en la sima del océano; pero el invierno me ha congelado las venas, y la escarcha me ha helado los capullos, y la tormenta me ha roto las ramas, y no tendré rosas este año.
-Una rosa roja es todo lo que necesito -exclamó el ruiseñor-, ¡sólo una rosa roja! ¿No hay ningún medio por el que pueda conseguirla?
-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.
-Dímelo -dijo el ruiseñor-, no tengo miedo.
-Si quieres una rosa roja -dijo el rosal-, tienes que hacerla con música, a la luz de la luna, y teñirla con la sangre de tu propio corazón. Debes cantar para mí con el pecho apoyado en una de mis espinas. A lo largo de toda la noche has de cantar para mí, y la espina tiene que atravesarte el corazón, y la sangre que te da la vida debe fluir por mis venas y ser mía.
-La muerte es un alto precio para pagar una rosa roja -exclamó el ruiseñor-, y la vida nos es muy querida a todos. Es grato posarse en el bosque verde, y contemplar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perla. Dulce es la fragancia del espino, y dulces son las campanillas azules que se esconden en el valle y el brazo que el viento hace ondear en la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida, ¿y qué es el corazón de un pájaro comparado con el corazón de un hombre?
Así es que desplegó las alas pardas para emprender el vuelo y hendió los aires. Pasó veloz sobre el jardín como una sombra, y como una sombra atravesó volando la arboleda.
El joven estudiante todavía estaba echado en la hierba, donde le había dejado, y las lágrimas aún no se habían secado en sus hermosos ojos.
-¡Sé feliz! -exclamó el ruiseñor-, ¡sé feliz! ; tendrás tu rosa roja. Te la haré de música a la luz de la luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Todo lo que te pido a cambio es que seas un verdadero enamorado, pues el amor es más sabio que la filosofía, por sabia que ésta sea, y más fuerte que el poder, por potente que sea éste. Del color de la llama son sus alas, y de color de llama tiene el cuerpo. Sus labios son dulces como la miel y su aliento es como el incienso.
El estudiante alzó los ojos de la hierba y escuchó, mas no pudo entender lo que le estaba diciendo el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.
Pero la encina comprendió y se puso triste, porque quería mucho al pequeño ruiseñor que había hecho su nido entre sus ramas.
-Cántame una última canción -musitó-: me sentiré muy sola cuando te hayas ido.
Así es que el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que sale a borbotones de una jarra de plata.
Cuando hubo terminado su canción, el estudiante se levantó, y sacó un cuaderno y un lápiz de su bolsillo.
-Él tiene estilo -dijo para sí, mientras caminaba a través de la arboleda-, eso no se le puede negar, pero ¿tiene sentimientos? Me temo que no. De hecho, es como la mayoría de los artistas, es todo estilo, sin ninguna sinceridad. No se sacrificaría por los demás. Piensa tan sólo en la música, y todo el mundo sabe que las artes son egoístas. Sin embargo es preciso admitir que hay notas hermosas en su voz. ¡Qué lástima que no signifiquen nada, ni tengan ninguna utilidad práctica!
Y entró en su habitación y se echó sobre el pequeño jergón, y se puso a pensar en su amor, y al cabo de un tiempo se quedó dormido.
Y cuando la luna brilló en el cielo, fue volando al rosal el ruiseñor y puso su pecho contra la espina. Cantó toda la noche con el pecho contra la espina, y la luna de frío cristal, se asomó para escucharla. A lo largo de toda la noche estuvo cantando, y la espina penetraba más y más profundamente en su pecho, y la sangre, que era su vida, fluía fuera de él.
Cantó primero el nacimiento del amor en el corazón de un adolescente y de una muchacha. Y en la rama más alta del rosal floreció una rosa admirable, pétalo a pétalo, a medida que una canción seguía a otra canción. Pálida era al principio, como la bruma suspendida sobre el río; pálida como los pies de la mañana, y de plata, como las alas de la aurora. Como la sombra de una rosa en un espejo de plata, como la sombra de una rosa en el estanque, así era la rosa que florecía en la rama más alta del rosal.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretara más contra la espina.
-¡Apriétate más, pequeño ruiseñor! -gritaba el rosal-, ¡o llegará el día antes de que esté terminada la rosa.!
Así es que el ruiseñor se apretó más contra la espina, y su canto se hizo cada vez más sonoro, pues cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una doncella.
Y un delicado arrebol rosado vino a los pétalos de la rosa, como el rubor del rostro del novio cuando besa los labios de la novia. Pero la espina no había llegado aún al corazón del pájaro, así que el corazón de la rosa seguía siendo blanco, pues sólo la sangre del corazón de un ruiseñor puede teñir de carmesí el corazón de una rosa. Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretara más contra la espina.
-¡Apriétate más, pequeño ruiseñor! -gritaba el rosal-, ¡o llegará el día antes de que este terminada la rosa!
Así es que el ruiseñor se apretó más contra la espina, y la espina tocó su corazón, y sintió que le atravesaba una intensa punzada de dolor. Amargo, amargo era el dolor, y más y más salvaje se elevó su canto, pues cantaba al amor que se hace perfecto por la muerte, al amor que no muere en la tumba.
Y la rosa admirable se volvió carmesí, como la rosa del cielo en el oriente. Carmesí era el ceñidor de pétalos, y carmesí como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor se volvió más débil, y sus pequeñas alas empezaron a batir, y un velo le cubrió los ojos. Más y más débil se tornó su canto, y sintió que algo le ahogaba en la garganta.
Moduló entonces un último arpegio musical. La luna blanca lo oyó y se olvidó del alba, y se quedó rezagada en el cielo. La rosa roja lo oyó, y tembló toda de arrobamiento, y abrió sus pétalos al aire frío de la mañana. El eco se lo llevó a su caverna púrpura de las colinas, y despertó de sus sueños a los pastores dormidos. Flotó a través de los juncos del río, y ellos llevaron su mensaje al mar.
-¡Mira, mira! -gritó el rosal- ¡La rosa ya está terminada!
Pero el ruiseñor no respondió, pues yacía muerto en la hierba alta, con la espina en el corazón. Y al mediodía el estudiante abrió la ventana y se asomó.
-¡Mira!, ¡Qué suerte tan maravillosa! –exclamó- ¡he aquí una rosa roja! No había visto en mi vida una rosa semejante. Es tan bella que estoy seguro que tiene un largo nombre latino.
Y se inclinó y la arrancó. Se puso luego el sombrero y se fue corriendo a casa del profesor con la rosa en la mano.
La hija del profesor estaba sentada en el umbral, devanando seda azul alrededor de un carrete, con su perrito echado a sus pies.
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja. -exclamó el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo entero. La llevarás prendida esta noche cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos ella te dirá cuánto te quiero.
Pero la muchacha frunció el ceño.
-Temo que no me vaya bien con el vestido -respondió- y, además, el sobrino del chambelán me ha enviado joyas auténticas, y todo el mundo sabe que las joyas cuestan mucho más que las flores.
-¡Bien, a fe mía que eres una ingrata! -dijo el estudiante muy enfadado.
Y arrojó la rosa a la calle, donde cayó en el arroyo, y la rueda de un carro pasó por encima de ella.
-¿Ingrata? -dijo la muchacha-. Y yo te digo que tú eres un grosero, y, después de todo, ¿quién eres tú? Sólo un estudiante. !Cómo!, No creo que tengas ni siquiera hebillas de plata para los zapatos, como tiene el sobrino del chambelán.
Y se levantó de la silla y entró en la casa.
-¡Qué cosa tan necia es el amor! – -se dijo el estudiante mientras se marchaba-. No es ni la mitad de útil que la lógica, pues no prueba nada, y siempre nos dice cosas que no van a suceder, y nos hace creer cosas que no son ciertas. De hecho, es muy poco práctico, y como en estos tiempos ser práctico lo es todo, me volveré a la filosofía y estudiaré metafísica.
Así es que volvió a su habitación, y sacó un gran libro polvoriento, y se puso a leer.
El niño feo.
Isaac Asimov
Edith Fellowes alisó su bata de trabajo como hacía siempre antes de abrir la puerta de complicada cerradura y cruzar la invisible línea divisoria entre el ser y no ser. Llevaba su bloc de notas y su pluma, aunque nunca apuntaba nada, salvo lo absolutamente necesario para un informe. Esta vez llevaba una maleta («Juegos para el niño», dijo sonriente al guardia…, que, desde hacía tiempo, no le interrogaba y que le indicó que siguiera adelante). Y, como siempre, el chiquillo feo sabía que había entrado y corrió hacia ella:
– Miss Fellowes…, Miss Fellowes… -gritaba a su modo, dulce y algo confuso.
– Timmie -le replicó, al tiempo que le pasaba la mano por el cabello alborotado de su malformada cabecita-. ¿Qué pasa?
– ¿Volverá Jerry a jugar conmigo? Siento lo que paso.
– No pienses en eso ahora, Timmie. ¿Es por eso por lo que has estado llorando? Desvió la mirada.
– No sólo por eso, Miss Fellowes. He vuelto a soñar.
– ¿El mismo sueño? -preguntó, apretando los labios. Claro, el asunto Jerry provocaba otra vez el sueño. Movió la cabeza. Sus enormes dientes aparecían cuando trataba de sonreír y los labios de su boca saliente se distendieron.
– ¿Cuándo seré grande para salir por ahí, Miss Fellowes?
– Pronto -le respondió con dulzura, sintiendo que se le partía el corazón-. Pronto. Miss Fellowes dejó que le cogiera la mano y disfrutó con el contacto tibio de la piel gruesa y seca de su manita. La llevó a través de las tres estancias que formaban el conjunto de la Sección Uno de Estasis…, una sección cómoda, sí, pero una cárcel perpetua para el chiquillo feo en los siete (¿eran siete?) años de su vida. La llevó a la única aventura que daba a un bosque bajo su mundo (ahora oscurecido por la noche) donde una valla y unas instrucciones pintadas no permitían a nadie entrar sin permiso. Apretó la nariz contra la ventana:
– ¿Allí fuera, Miss Fellowes?
– Hay mejores sitios, más bonitos -respondió con tristeza al mirar su pobrecito rostro, recortado de perfil sobre la ventana. La frente plana inclinada hacia atrás, el cabello cayéndole en largos mechones y la parte de atrás del cráneo abultada, hacían que la cabeza pareciera tan pesada que se le caía hacia delante, obligando a todo el cuerpo a doblarse. Los salientes pómulos tensaban la piel sobre sus ojos. Su boca saliente era más prominente que su nariz aplastada, y casi no tenía barbilla, sólo una mandíbula curvada hacia delante y atrás. Era bajito para su edad, con unas piernas cortas y combadas. Era un chiquillo muy, pero que muy feo, y Miss Fellowes le tenía un gran cariño. Su propia cara estaba fuera de su línea de visión, así que pudo permitirse el lujo de que le temblaran los labios.
No les dejaría que le mataran. Haría cualquier cosa para evitarlo. Cualquier cosa. Abrió la maleta y empezó a sacar la ropa que contenía.
Edith Fellowes había cruzado el umbral de Estasis, hacía poco más de tres años. En aquel entonces no tenía la menor idea de lo que significa «Stasis» ni para qué servía el lugar. Nadie lo sabía, salvo los que trabajaban allí. Casualmente, fue al día siguiente de su llegada cuando la noticia se divulgó por el mundo entero. Fue sólo que se había pedido una mujer con experiencia en fisiología, en química clínica y amor por los niños. Edith Fellowes era una enfermera en una sala de maternidad y creía reunir estas condiciones. Gerald Hoskins, cuya placa en su mesa de despacho incluía un doctorado tras su nombre, se rascó la mejilla y se la quedó mirando fijamente. Miss Fellowes se irguió maquinalmente y sintió que se le contraía el rostro (con su nariz levemente asimétrica y sus cejas excesivamente pobladas). «Tampoco él era ninguna belleza -pensó resentida-. Es gordo y calvo y tiene la boca fea.» Pero el sueldo al que había hecho mención estaba muy por encima del que había creído, así que esperó.
– ¿Le gustan realmente los niños? -preguntó Hoskins.
– Si no me gustaran, no lo diría.
– ¿O sólo le gustan los niños guapos, los niños gorditos con boquitas de rosa y sonoros gorjeos? Miss Fellowes respondió:
– Los niños son niños, doctor Hoskins, y los que no son guapos son precisamente los que más ayuda necesitan.
– Entonces, suponga que la aceptamos…
– ¿Quiere decir eso que ya me ofrece el empleo? El hombre esbozó una sonrisa y por un instante su cara ancha reflejó un encanto inesperado. Le dijo:
– Mis decisiones son rápidas. Hasta aquí la oferta es tentadora, pero también puedo decidirme a rechazarla. ¿Está dispuesta a correr el riesgo? Miss Fellowes agarró con fuerza su bolso y calculó tan rápidamente como pudo, dejó de hacer cábalas y siguió su impulso:
– Está bien.
– Perfecto. Esta noche formamos el Estasis y creo que será mejor que esté aquí para entrar inmediatamente en funciones. Tendrá lugar a las ocho y le agradecería que estuviese aquí a las siete y media.
Pero, qué…
– Bien, bien. Basta por ahora. -Y, obedeciendo a una señal, apareció una sonriente secretaria para acompañarla. Miss Fellowes se quedó mirando la puerta cerrada del doctor Hoskins. ¿Qué era eso de «Stasis»? ¿Qué tenía que ver esta especie de granero…, con sus empleados uniformados; sus corredores provisionales y su aire inconfundible de fábrica con los niños? Se preguntó si debía volver a la caída de la tarde o alejarse y dar una lección a aquel hombre arrogante. Pero sabía que volvería aunque sólo fuera por pura frustración. Tenía que descubrir qué pintaban allí los niños.
Estuvo de vuelta a las siete y media y no tuvo que darse a conocer. Uno tras otro, hombres y mujeres, parecían conocerla y conocer su función. Se sintió como si patinara al ser empujada hacia delante.
El doctor Hoskins estaba allí, pero sólo la miró de refilón y murmuró:
— Miss Fellowes. Ni siquiera le sugirió que tomara asiento, pero ella encontró un banco junto a la barandilla y se sentó. Estaban en una especie de balcón, con vistas a un gran foso lleno de instrumentos que parecían paneles de control de una nave espacial o pantallas de un ordenador. A un lado había separaciones que formaban cabinas sin techo, como una casa de muñecas gigantescas con habitaciones que se veían desde arriba. Vio una cocina electrónica y un frigorífico en una de las habitaciones, y en otra una lavadora. Y si lo que veía sólo podía ser parte de una cama, también vio una cama pequeña en otra de las habitaciones. Hoskins hablaba con otro hombre. Éstos y ella eran los únicos ocupantes del balcón. Hoskins no se la presentó al otro hombre y Miss Fellowes le observaba disimuladamente. Era delgado y de aspecto agradable para un hombre de mediana edad. Tenía un gracioso bigotito y unos ojos vivaces que parecían estar en todas partes.
— No voy a pretender ni por un momento -decía- comprender todo esto, doctor Hoskins; quiero decir, que no puede esperarse que comprenda más que como lego, como lego razonablemente inteligente. Pero, hay una parte que comprendo menos que otra, es este asunto de la selectividad. Se puede llegar sólo hasta cierto punto, esto parece razonable, las cosas se hacen más confusas cuanto más lejos se va, y requieren más energía. Pero, entonces, sólo pueden llegar cerca hasta un punto. Eso es lo que me desconcierta.
— Si me permite una analogía, Deveney, puedo hacer que le parezca menos paradójico. (Miss Fellowes situó al hombre tan pronto oyó su nombre y, a su pesar, se sintió impresionada. Se trataba de Candide Deveney, el periodista científico de las «Telenoticias», notoriamente presente en la escena de cualquier noticia científica de importancia. Incluso reconoció su rostro por haberlo visto en la pantalla cuando el aterrizaje en Marte. Así que el doctor Hoskins debía tener aquí entre manos algo muy importante.)
— Desde luego, emplee la analogía si cree que puede ser útil -aceptó Deveney.
— De acuerdo. Usted no puede leer un libro de impresión normal si se lo mantienen a dos metros de sus ojos, pero podrá leerlo si lo tiene a treinta centímetros de distancia. Cuanto más cerca, mejor. Pero, si se lo pone a dos centímetros de los ojos, vuelve a estar perdido. Existe también el demasiado cerca, ¿comprende?
— Hmmm -murmuró Deveney.
— Pongamos otro ejemplo. Su hombro derecho está a unos setenta centímetros de la punta de su dedo índice derecho y podrá poner su índice derecho sobre su hombro derecho. Su codo derecho está a la mitad de distancia de la punta de su índice derecho; no obstante, no puede poner su indice derecho sobre su codo derecho, y lógicamente debería ser más fácil, pero no es así. Otra vez está demasiado cerca.
— ¿Puedo servirme de estas analogías en mi historia? -preguntó Deveney.
— Naturalmente. Encantado. Llevo esperando mucho tiempo para que alguien como usted escriba la historia. Le proporcionaré todo lo que necesite. Ya es hora de que el mundo mire por encima de nuestro hombro. Verán algo importante. (Miss Fellowes se encontró, pese a sí misma, admirando su tranquila seguridad. Había fuerza en ella.)
— ¿Hasta dónde llegará? -preguntó Deveney.
— Cuarenta mil años. Miss Fellowes respiró hondamente. ¿Años?
Se mascaba la tensión en el ambiente. El hombre de los controles apenas se movía. Un hombre ante un micrófono hablaba con voz monótona y suave, en frases cortas que no tenían sentido para Miss Fellowes. Deveney, inclinado sobre la barandilla y con la mirada fija, preguntó:
— ¿Veremos algo, doctor Hoskins?
— ¿Qué? No, nada hasta que termine el trabajo. Detectamos indirectamente algo sobre el principio del radar, sólo que utilizamos mesones en lugar de radiación. Los mesones son más lentos en las debidas condiciones. Algunos se reflejan y debemos analizar las reflexiones.
— Eso parece difícil. Hoskins sonrió de nuevo, brevemente, como de costumbre.
— Es el producto final de cincuenta años de investigación; cuarenta años llevaban antes de que yo entrara en el campo. Sí, es difícil. El hombre del micrófono levantó la mano. Hoskins dijo:
— Durante semanas, hemos tenido que escoger el momento determinado, cancelándolo, volviendo a fijarlo, después de calcular nuestros movimientos temporales; asegurándonos de que podríamos manejar el curso del tiempo con precisión suficiente. Eso debe hacerse ahora. Le brillaba la frente. Edith Fellowes se encontró fuera de su asiento y junto a la barandilla, pero no se veía nada. El hombre del micrófono dijo suavemente:
— Ahora. Se produjo un instante de silencio suficiente para exhalar el aliento y luego el grito de un niño aterrorizado desde las habitaciones de la casa de muñecas. ¡Terror! ¡Un terror penetrante! La cabeza de Miss Fellowes se volvió en la dirección del grito. Había un niño mezclado en todo esto. Se había olvidado. El puño de Hoskins golpeó la barandilla. Con voz tensa, estremecida y triunfal, exclamó:
— ¡Lo hicimos!
Miss Fellowes se vio como empujada por la corta escalera en espiral. Era la palma de la mano de Hoskins apoyada entre sus omoplatos. No le dijo ni una palabra. Los hombres de los controles se encontraban ahora de pie, sonriendo, fumando, contemplando a los tres que entraban en la planta principal. Les llegaba un zumbido tenue desde la dirección de la casa de muñecas. Hoskins dijo a Deveney:
— Entrar en Estasis es perfectamente seguro. Lo he hecho miles de veces. Se experimenta una rara sensación momentánea y no significa nada. Cruzó una puerta abierta, en muda demostración, y Deveney sonriendo, un poco tieso y respirando al parecer profundamente, le siguió. Hoskins llamó:
— ¡Miss Fellowes! ¡Por favor! -Y señaló con el índice, impaciente. Miss Fellowes asintió y entró, también algo envarada. Le parecía como si una pequeña oleada la recorriera por dentro, como un cosquilleo interior. Pero una vez dentro todo parecía normal. Había en la casa de muñecas un olor a bosque fresco y también a…, a tierra. No se oía nada, ni una voz. El ruido de unas pisadas secas, el roce como de una mano sobre madera, eso sí. Luego, un gemido entrecortado.
— ¿Dónde está? -preguntó Miss Fellowes, angustiada. ¿Es que a aquellos imbéciles no les importaba?
El niño estaba en el dormitorio; por lo menos, en la habitación que tenía la cama. Yacía desnudo, con su pecho flaco y sucio agitándose convulsivamente. Una carretada de tierra y hierbas cubría el suelo a sus morenos pies descalzos. El olor a tierra y también a algo fétido procedía de allí. Hoskins siguió su mirada horrorizada y dijo disgustado:
— No se puede arrancar a un niño limpiamente fuera del tiempo, Miss Fellowes. Tuvimos que traer también algo de lo que le rodeaba para mayor seguridad. ¿O hubiera preferido que llegara aquí sin una pierna o con sólo media cabeza?
— ¡Por favor! -exclamó Miss Fellowes, profundamente asqueada-. ¿Es que nos vamos a quedar aquí sin hacer nada? La pobre criatura estás asustada. Y está sucio. Tenía toda la razón. Estaba manchado de grasa y suciedad incrustadas, tenía un arañazo en el muslo que parecía reciente, por lo enrojecido. Al acercársele Hoskins, el chiquillo, que no parecía contar más de tres años, se agachó y retrocedió con pasmosa rapidez. Levantó el labio superior y emitió un sonido parecido al de un gato furioso. Con un gesto rápido, Hoskins le sujetó los brazos y lo levantó del suelo chillando y retorciéndose. Miss Fellowes dijo:
— Sujételo ahora. Primero necesita un baño caliente; hay que limpiarlo antes que nada. ¿Tiene usted lo necesario? Si no, yo he traído algo, pero voy a necesitar ayuda para manejarlo. Después también, por el amor de Dios, haga que recojan toda esta porquería. Ahora estaba dando órdenes y se sentía perfectamente justificada. Y porque era una enfermera eficiente, más que una espectadora confusa, miró al niño con ojos clínicos… Por un instante fugaz titubeó, estupefacta. Vio más allá de la suciedad y los gritos, más allá de las piernas y los brazos en movimiento, más allá del retorcerse inútilmente. Vio al niño. Era el chiquillo más feo que jamás había visto. Era espantosamente feo, desde la cabeza deforme a las piernas arqueadas.
Consiguió limpiarlo ayudada por tres hombres y con otros a su alrededor esforzándose por asear la habitación. Trabajaba en silencio con la expresión ofendida, molesta por el continuo debatirse y los chillidos del niño y por la vergonzosa mojadura con agua jabonosa a la que se veía sometida. El doctor Hoskins había insinuado que el niño no era guapo, pero aquello no estaba muy lejos de ser repulsivamente deforme. Y había tal hedor en el chiquillo, que el agua y el jabón sólo lo aliviaban ligeramente. Tuvo la fuerte tentación de echar al niño, enjabonado como estaba, en brazos de Hoskins y marcharse, pero estaba su orgullo profesional en juego. Después de todo, había aceptado el encargo. Y vería la mirada en sus ojos. Una mirada glacial que significaría: ¿Sólo niños guapos, Miss Fellowes? Estaba algo alejado de ellos, mirando fríamente; al interceptar ella su mirada, sonrió como si le divirtiera su expresión ultrajada. Decidió que esperaría un poco más antes de despedirse. Hacerlo ahora sería vergonzoso. Después, cuando el niño estuvo tolerablemente sonrosado y oliendo a jabón perfumado, se sintió mejor. Sus chillidos eran ahora lloriqueos de agotamiento mientras les observaba asustado, con los ojos aterrorizados y suspicaces, yendo de uno a otro de los presentes. Su limpieza acentuaba su delgada desnudez y temblaba de frío después del baño. Miss Fellowes ordenó secamente:
— ¡Tráiganme un camisón para el niño! Al instante apareció un camisón. Era como si todo estuviera preparado pero nada dispuesto, a menos que ella lo ordenara; como si deliberadamente se lo dejaran a su cargo sin ayudarla, para probarla. El periodista Deveney se le acercó para decirle:
— Se lo aguantaré, señorita. Usted sola no podría.
— Gracias -respondió Miss Fellowes. Y fue una verdadera batalla, pero al fin le pusieron el camisón. Cuando el niño hizo el gesto de arrancárselo, le dio un cachete en la mano. El chiquillo enrojeció, pero no lloró. Se la quedó mirando y los dedos extendidos de una mano se movieron despacio sobre la superficie de franela del camisón, palpando su rareza. Miss Fellowes pensó desesperadamente: «Y ahora, ¿qué?» Todo el mundo había dejado de moverse, esperando lo que ella…, o lo que el chiquillo hiciera. Miss Fellowes preguntó de pronto:
— ¿Han pensado en la comida? ¿Leche? Lo habían pensado. Trajeron una unidad móvil, con su compartimiento de refrigeración con tres cuartos de leche, y la de calentamiento, y además un surtido de reconstituyentes en forma de vitaminas en gotas y jarabe de cobre-cobalto-hierro y otras que no tenía tiempo de estudiar. También había varios botes de alimentos para niños que se autocalentaban. Para empezar, sólo utilizó la leche. El microondas calentó la leche a la temperatura necesaria en cuestión de segundos y se apagó, vertió un poco de leche en un plato y, como sabía que el niño era salvaje y no sabría manejar la taza, movió la cabeza y dijo al niño:
— Bebe. Bebe. -Miss Fellowes hizo un gesto como si se llevara la leche a la boca. Los ojos del niño la siguieron, pero no hizo el menor movimiento. De pronto la enfermera recurrió a medidas más directas. Cogió el brazo del niño y le mojó la mano en la leche. Se la pasó por los labios, de modo que le resbaló por las mejillas y por su huidiza barbilla. Hubo un momento en que el niño lanzó un grito estridente y se pasó la lengua por los labios. Miss Fellowes dio un paso atrás. El niño se acercó al plato, se inclinó hacia él, miró hacia arriba, miró atrás como si esperara a un enemigo agazapado, volvió a inclinarse y sorbió apresuradamente la leche, como un gato. Hacia un curioso ruido. No utilizó las manos para levantar el plato. Miss Fellowes no pudo evitar que la repugnancia que sentía se reflejara en su cara. Tal vez Deveney lo captó, porque dijo:
— ¿Lo sabe la enfermera, doctor Hoskins?
— ¿Saber qué? -preguntó Miss Fellowes. Deveney titubeó, pero Hoskins (otra vez aquella expresión divertida en su rostro) dijo:
— Venga, dígaselo. Deveney se dirigió a Miss Fellowes:
— Puede que no lo sospeche siquiera, señorita, pero es usted la primera mujer civilizada de la Historia que se ocupa de un niño de Neanderthal. Se volvió a Hoskins furiosa, pero controlándose:
— Podía habérmelo dicho, doctor.
— ¿Para qué? ¿Qué diferencia hay?
— Usted dijo un niño.
— ¿Y no es un niño? ¿Ha tenido usted alguna vez un cachorro de perro o un gatito, Miss Fellowes? ¿Se parecen más a los humanos? Si se tratara de un bebé chimpancé, ¿sentiría repulsión? Su informe dice que ha estado tres años en una sala de maternidad. ¿Se ha negado alguna vez a atender a un niño deforme? Miss Fellowes sintió que se le escapaba el caso de las manos. Con mucha menos decisión, dijo:
— Podía habérmelo dicho.
— ¿Y hubiera rechazado el trabajo? Bien, ¿lo rechaza ahora? Y la miró friamente, mientras Deveney observaba desde la otra punta de la habitación, y el pequeño neanderthal, que había terminado la leche y lamía el plato, la miraba con el rostro húmedo y los ojos abiertos y anhelantes. El niño señaló la leche y, de pronto, soltó una serie de sonidos cortos y repetidos, sonidos guturales y complicados chasquidos con la lengua. Miss Fellowes exclamó, sorprendida:
— ¡Pero, si habla!
— Naturalmente -respondió Hoskins-, el Homo neanderthalensis no es una especie diferente, sino más bien una subespecie del Homo sapiens. ¿Por qué no iba a hablar? Probablemente, le pide más leche. Automáticamente, Miss Fellowes alcanzó la botella de leche, pero Hoskins le agarró la muñeca:
— Bien, Miss Fellowes, antes de que sigamos adelante, ¿se queda usted al cuidado del chiquillo? Mis Fellowes se desprendió, molesta:
— ¿No le darán de comer si no me quedo? Me quedaré con él durante un tiempo. Sirvió la leche. Hoskins continuó:
— Vamos a dejarla con el niño, Miss Fellowes. Ésta es la única puerta de entrada en Estasis Número Uno. Su cerradura es complicada y está cerrada. Quiero que aprenda los detalles de la cerradura que, naturalmente, obedecerá a sus huellas dactilares, como ya lo hace a las mías. El espacio de arriba -y miró a los techos descubiertos de la casa de muñecas- está guardado y se les advertirá si algo raro ocurre aquí dentro. Miss Fellowes protestó, indignada:
— ¿Quiere decir que estaré sometida a vigilancia? Y pensó de pronto en cuando ella observó los interiores de las estancias desde el balcón.
— No, no. Su intimidad será absolutamente respetada -dijo Hoskins seriamente-. La vigilancia consistirá en símbolos electrónicos que sólo manejará un ordenador. Miss Fellowes, quédese usted con él esta noche y todas las noches hasta nueva orden. La relevarán durante el día, según el plan que usted misma establezca. La autorizamos a que lo organice a su conveniencia. Miss Fellowes miró a la casa de muñecas con expresión desconcertada.
— Pero, ¿por qué todo esto, doctor Hoskins? ¿Es peligroso el niño?
— Es cuestión energética, Miss Fellowes. Nunca se le permitirá abandonar estas habitaciones. Nunca. Ni por un instante. Ni por ninguna razón. Ni para salvar su vida. Ni siquiera para salvar la suya, Miss Fellowes, ¿está claro? Miss Fellowes levantó la barbilla:
— Sé lo que son órdenes, doctor Hoskins, y en mi profesión estamos acostumbrados a poner el deber por encima de la propia salvaguardia.
— Bien. Si necesita a alguien, puede avisar. -Y los dos hombres salieron.
Miss Fellowes se volvió al chiquillo. La estaba observando y aún quedaba leche en el plato. Laboriosamente, intentó enseñarle cómo levantar el plato y llevárselo a los labios.
Se resistió, pero la dejó tocarle sin gritar. Sus ojos asustados siempre estaban puestos en ella, mirándola, observando cualquier movimiento falso. Se encontró tranquilizándole, tratando de llevar su mano muy despacio hacia su cabello, dejándole que no la perdiera de vista en ningún momento, que se diera cuenta de que no le haría ningún daño. Y por un instante consiguió acariciar su pelo. Le dijo:
– Voy a tener que enseñarte a utilizar el cuarto de baño. ¿Crees que podrás aprender? Le hablaba despacio, afectuosamente, sabiendo que no comprendía las palabras, pero confiando en que respondería a la calma del tono empleado. El niño volvió a chasquear de nuevo otra frase. Ella le preguntó:
– ¿Puedo cogerte la mano? Y tendió la suya, que el niño se quedó mirando. La mantuvo alargada y esperó. La mano del niño se acercó despacio a la suya.
– Muy bien -le dijo. Acercó la manita a unos centímetros de la suya y de pronto no tuvo valor suficiente y la retiró.
– Bueno -comentó Miss Fellowes, con calma-, volveremos a intentarlo más tarde. ¿Te gustaría sentarte aquí?
– Y con la mano indicó el colchón de la cama. Las horas transcurrían lentas, el progreso era insignificante, no lograba ningún adelanto con el cuarto de baño ni con la cama. En realidad, después de dar muestras inequívocas de sueño, el niño se tendió en el suelo y, con un movimiento rápido, rodó bajo la cama. Se inclinó para mirarle, vio resplandecer sus ojos y le brotó una serie de chasquidos con la lengua.
Está bien, si te encuentras mejor ahí debajo, quédate a dormir ahí. Cerró la puerta de la alcoba y se retiró al diván que habían instalado para ella en la habitación grande. Ante su insistencia, habían tendido una especie de dosel por encima. Pensó: «Esos estúpidos tendrán que colocar un espejo en la habitación, una cómoda grande y un lavabo separado, si esperan que pase las noches aquí».
Era difícil dormir. Se encontró esforzándose por escuchar cualquier ruido en la habitación de al lado. Conque no podía salir, ¿eh? Los tabiques eran lisos y altísimos, pero supongan que el niño supiera trepar como un mono. Bueno, Hoskins aseguró que había dispositivos de observación, vigilando en el techo. Y de pronto se le ocurrió pensar: «¿Puede ser peligroso, físicamente peligroso?» Seguro que Hoskins no quiso decir eso. Seguro que no la habría dejado sola si… Intentó reírse de sí misma. Era un niño de tres o cuatro años solamente. Pero, no había conseguido cortarle las uñas. Si la atacaba con uñas y dientes mientras dormía… Se le aceleró la respiración. Era ridículo, sí, no obstante… Escuchó con dolorosa atención y esta vez oyó algo. El niño estaba llorando. No gritaba, presa de miedo o de terror, no chillaba. Lloraba dulcemente; el llanto era la expresión del dolor angustiado de un niño desesperado y solitario. Por primera vez Miss Fellowes pensó, con el corazón encogido: «¡Pobre chiquillo!» Claro, era un niño, ¿qué importaba la forma de su cabeza? Era un niño al que habían dejado huérfano, como a ningún otro niño le había pasado antes de él. No solamente habían desaparecido su padre y su madre, sino toda su especie. Arrancado violentamente de su tiempo, era la única criatura de su especie sobre la Tierra. El último. El único.
Fellowes sintió que aumentaba su compasión por él y que se avergonzaba de su propia insensibilidad. Ciñéndose cuidadosamente el camisón sobre sus piernas (incongruentemente pensó: «Mañana tendré que traerme una bata»), saltó de su cama y entró en la alcoba del niño.
– ¡Pequeño! -llamó en un susurro-. ¡Pequeño! Estaba a punto de buscar debajo de la cama, cuando pensó en un posible mordisco, y no lo hizo. En cambio, encendió la luz y corrió la cama. El pobrecillo estaba acurrucado en el rincón, con las rodillas apretadas contra la barbilla, mirándola con ojos empañados y aprensivos. En aquella penumbra no veía lo repulsivo que era.
– ¡Pobrecillo niño! ¡Pobrecillo niño! -Le notó tenso cuando le acarició el cabello, luego se relajó-. Pobrecillo mío, ¿puedo cogerte? Se sentó en el suelo a su lado y lenta, rítmicamente, le acarició la cabeza, la mejilla, el brazo. Dulcemente empezó a cantarle una canción lenta y suave. Al oírla, levantó la cabeza, contemplando su boca en la penumbra, como asombrado del sonido. Mientras la escuchaba, se fue acercando a ella. Poco a poco fue presionando la cabeza hasta que la apoyó en su hombro. Pasó el brazo por debajo de sus piernas y, con un movimiento lento y tierno, lo sentó sobre su regazo. Continuó cantando la misma simple estrofa una y otra vez, mientras le mecía de atrás adelante, de atrás adelante. Dejó de llorar y al momento el tenue sonido de su respiración le indicó que estaba dormido. Con infinito cuidado empujó la camita contra la pared y lo acostó, le cubrió y se lo quedó mirando. En el sueño su carita era plácida y de niño pequeño. Ya no importaba demasiado que fuera tan feo. De verdad.
Se dispuso a salir de puntillas, luego pensó: «¿Y si despierta?» Volvió, luchó indecisa consigo misma, suspiró y se acostó en la camita junto al niño. Era demasiado pequeña para ella. Estaba encogida, e incómoda por no tener techo, pero la mano del niño se agarró a la suya y, sin saber cómo, se quedó dormida en aquella posición.
Despertó sobresaltada y con un loco impulso de gritar. Consiguió evitarlo, y pareció atragantarse. El niño la estaba mirando con los ojos muy abiertos. Tardó un buen rato en recordar que se había acostado con él y, muy despacio, sin apartar los ojos de los suyos, estiró cuidadosamente una pierna hasta tocar el suelo, y luego la otra. Echó una mirada rápida y aprensiva hacia el techo descubierto y se preparó para desprenderse rápidamente de él. Pero, en aquel momento, el niño alargó los dedos y le tocó los labios. Dijo algo. Se estremeció al contacto. A la luz del día era terriblemente feo. El niño volvió a hablar. Abrió la boca y señaló con su mano como si fuera a salir algo. Miss Fellowes adivinó el sentido y preguntó, trémula:
— ¿Quieres que cante? Con voz ligeramente destemplada por la tensión, Miss Fellowes empezó la cancioncita que cantara la noche anterior y el chiquillo feo sonrió. Se balanceó torpemente al compás de la música y emitió unos gorjeos que podían haber sido el principio de una risa. Miss Fellowes suspiró interiormente. La música tiene un encanto que tranquiliza a las fieras. Podría ayudarla…
— Espera -le dijo-. Deja que me vista. Sólo me llevará un minuto. Después, te prepararé el desayuno. Lo hizo rápidamente, consciente en todo momento de la falta de techo. El chiquillo permaneció en la cama, mirándola cuando la tenía a la vista; ella le sonreía y agitaba la mano. Al final, él le devolvió el saludo, y se sintió encantada por ello. Por fin, le dijo:
— ¿Quieres cereales con leche? –Tardó un instante en preparárselo y le llamó con la mano. Si él interpretó el gesto o le atrajo el aroma, es cosa que Miss Fellowes no pudo explicar, pero el niño salió de la cama. Trató de enseñarle a utilizar una cuchara, pero se apartó asustado. («Ya habrá tiempo», se dijo.) Llegó a un compromiso haciendo que él llevara el bol a sus labios, levantándolo con las manos. Lo hizo torpemente y con increíble suciedad, pero la mayor parte la tragó. Esta vez intentó que bebiera la leche en un vaso y el niño protestó cuando encontró la abertura demasiado pequeña para meter convenientemente la cara. Le sujetó la mano, forzándola alrededor del vaso, haciendo que lo inclinara, apretando su boca al borde. Otra vez lo mancharon todo, pero también la bebió casi toda, ya estaba acostumbrada a este tipo de suciedad. El cuarto de baño, con gran sorpresa y alivio, fue menos difícil. Comprendió perfectamente lo que ella esperaba de él. Se encontró acariciándole la cabeza y diciéndole:
— Buen chico. Niño listo. Y, con gran satisfacción de Miss Fellowes, el chiquillo le sonrió. Pensó: «Cuando sonríe es que está muy bien, de verdad». A última hora llegaron los periodistas. Sostuvo al niño en sus brazos y éste se agarró a ella desesperadamente mientras del otro lado de la puerta empezaban a utilizar sus cámaras. Tanto movimiento asustó al niño y se echó a llorar, pero transcurrieron diez minutos antes de que Miss Fellowes fuera autorizada a llevarse al niño a la otra habitación. Volvió a salir, roja de indignación, del apartamento (por primera vez en dieciocho horas) y cerró la puerta.
— Creo que ya basta. Me llevará mucho tiempo tranquilizarle de nuevo. Márchense.
— Claro, claro -dijo uno del Times Heraid-. Pero, ¿es un auténtico neanderthal, o es una broma pesada?
— Les aseguro -dijo la voz de Hoskins, inesperadamente, desde atrás- que no es ninguna broma. El niño es un auténtico Homo neanderthalensis.
— ¿Es chico o chica?
— Chico -contestó secamente Miss Fellowes.
— Niño-mono -comentó el caballero del News-. Eso es lo que tenemos aquí. Niño-mono. ¿Cómo se porta, enfermera?
— Exactamente como un niño -soltó Miss Fellowes, molesta y a la defensiva-, y no es un niño-mono. Su nombre es…, es Timothy, Timmie… y es perfectamente normal en su comportamiento. Había elegido el nombre de Timothy al azar. Fue el primero que se le ocurrió.
— Timmie el niño-mono -bromeó el caballero del News, y resultó ser que Timmie el niño-mono fue el nombre por el que fue conocido en el mundo. El caballero del Globe se volvió a Hoskins y le preguntó:
— Doctor, ¿qué piensa hacer con el niño-mono? Hoskins se encogió de hombros.
— Mi plan original se completó cuando demostré que era posible traerle aquí. Sin embargo, los antropólogos estarán muy interesados, me figuro, y los fisiólogos. Después de todo, aquí tenemos a una criatura que está al borde de ser humana. De él deberíamos estudiar mucho sobre nosotros y sobre nuestros antepasados.
— ¿Cuánto tiempo lo tendrá aquí?
— Hasta el momento en que necesitemos su espacio más de lo que le necesitemos a él. Mucho tiempo, quizás. El corresponsal del News preguntó:
— ¿Puede sacarlo fuera a fin de montar nuestros equipos subetéreos y organizar un espectáculo?
— Lo siento, pero el niño no puede salir de Estasis.
— ¿Y exactamente qué es Estasis?
— ¡Ah! -Y Hoskins se permitió una de sus raras sonrisas-. La explicación llevaría mucho tiempo, caballeros. En Estasis, el tiempo, como lo conocemos nosotros, no existe. Estas habitaciones están dentro de una burbuja invisible que no forma exactamente parte de nuestro Universo. Por eso el niño pudo ser arrancado de su tiempo, como si dijéramos.
— Oiga, espere un poco -insistió el corresponsal del News, descontento-. ¿Qué pretende hacernos creer? La enfermera entra y sale de la habitación.
— Y cualquiera de ustedes también puede -declaró Hoskins, indiferente-. Se moverían paralelamente a las líneas de energía temporal y habría poca pérdida o ganancia de energía. Pero el niño fue sacado de un pasado lejano, llegó cruzando las lineas y ganó potencial temporal. Para trasladarse al Universo y entrar en nuestro propio tiempo absorbería la suficiente energía capaz de quemar todas las lineas del lugar y probablemente dejar a oscuras la ciudad entera de Washington. Tuvimos que almacenar basura que él trajo consigo y que tendremos que ir retirando poco a poco. Los periodistas iban escribiendo palabras a medida que Hoskins les iba hablando. No entendían nada y estaban seguros de que sus lectores tampoco, pero sonaba a científico, y esto era lo que importaba. El corresponsal del Times Herald preguntó:
— ¿Estará disponible esta noche para una entrevista en todos los circuitos?
— Creo que si -accedió Hoskins al instante, y todos se alejaron. Mis Fellowes les vio marchar. Comprendía tan poco lo de Estasis y la energía temporal como los periodistas, pero logró entender algo: el encarcelamiento de Timmie (se encontró pensando en el niño como Timmie) era real y no impuesto por la voluntad arbitraria de Hoskins. Aparentemente, era imposible dejarle que saliera de Estasis para nada, jamás. ¡Pobre niño! ¡Pobrecito niño! Se dio cuenta, de pronto, de que estaba llorando, y se apresuró a entrar a consolarle. Miss Fellowes no tuvo oportunidad de ver a Hoskins en la pantalla, pues aunque su entrevista fue proyectada a todo el mundo e incluso a los puestos avanzados de la Luna, no penetró en el apartamento en el que vivían Miss Fellowes y el chiquillo feo. A la mañana siguiente apareció alegre y radiante. Miss Fellowes le preguntó:
— ¿Qué tal fue la entrevista?
— Muy bien. ¿Y cómo está… Timmie? A Miss Fellowes le encantó que utilizara el nombre de Timmie.
— Progresando. Ven aquí, Timmie, este amable caballero no te hará ningún daño. Pero Timmie se quedó en la otra habitación, asomando solamente un mechón de su pelo tras la barrera de la puerta y, alguna vez, el rabillo del ojo.
— En realidad comentó Miss Fellowes-, se está aclimatando asombrosamente. Es muy inteligente.
— ¿Y le sorprende? Titubeó sólo un instante; al momento, dijo:
— Si, me sorprende. Supongo que me imaginé que era un niño-mono.
— Pero, mono o no, ha hecho mucho por nosotros. Ha situado a Estasis Inc. en el mapa; ya se nos reconoce, Miss Fellowes, ya se nos reconoce. -Parecía que sentía la necesidad de expresar su triunfo a alguien, aunque sólo fuera a Miss Fellowes.
— ¿Ah? -Y le dejó seguir hablando. Él se metió las manos en los bolsillos y continuó:
— Durante diez años hemos estado trabajando pendientes de un hilo, arañando peniques uno a uno, siempre que podíamos. Tuvimos que lanzar el experimento como un gran espectáculo. Era el o todo o nada. Y cuando hablo del experimento, sé lo que me digo. Este intento de traer un ejemplar de Neanderthal costó hasta el último céntimo que pudimos pedir prestado o que robamos. Sí, algunos fueron robados…, fondos destinados a otros proyectos se emplearon para éste sin autorización. Si ese experimento hubiera fracasado, yo me hubiera hundido para siempre.
— ¿Es por eso por lo que no hay techos? -preguntó Miss Fellowes.
— ¿Cómo? -Y Hoskins levantó la cabeza.
— Que si no les quedaba dinero para los techos.
— Bueno, ésta no fue la única razón. No podíamos saber de antemano cuántos años podría tener el de Neanderthal. Sólo podíamos detectar vagamente en el tiempo, y pudo haber sido grande y salvaje. Podía ser que tuviéramos que tratar con él a distancia, como si fuera un animal enjaulado.
— Pero, como no ha sido así, supongo que podrán ponernos techos.
— Ahora, si. Ahora disponemos de mucho dinero. Nos han prometido fondos de todas partes. Todo esto es maravilloso, Miss Fellowes. -Su cara resplandecía y su sonrisa no se apagó. Cuando se marchó, incluso su espalda parecía sonreír. Miss Fellowes pensó: «Es un hombre encantador cuando está distraído y se olvida de que es un científico.» Por un instante se preguntó si estaría casado o no; después, avergonzada, apartó este pensamiento.
— Timmie -llamó-. Ven aquí, Timmie.
En los meses transcurridos, Miss Fellowes fue sintiéndose parte integral de Estasis Inc. Se le dio un despacho para ella sola con su nombre en la puerta, un despacho muy cerca de la casa de muñecas (como jamás dejó de llamar a la vivienda o burbuja de Timmie en Estasis). También se le concedió un aumento sustancial. La casa de muñecas se cubrió con un techo, sus muebles fueron más cuidados y mejores, se añadió otro cuarto de baño…, y, además, consiguió un apartamento sólo para ella en los terrenos del Instituto y, en ciertas ocasiones, no pasaba la noche con Timmie. Se montó un intercom entre la casa de muñecas y el apartamento y Timmie aprendió a utilizarlo. Miss Fellowes se acostumbró a Timmie. Incluso llegó a no fijarse en su fealdad. Un día se encontró observando a un niño corriente, en la calle, y encontró poco atractiva su frente alta y su barbilla saliente. Pero era aún más agradable acostumbrarse a las visitas de Hoskins. Era evidente que agradecía poder escaparse de su cargo, cada vez más agotador en Estasis, Inc., y que se tomaba cierto interés sentimental por el niño causante de todo, pero a Miss Fellowes también le parecía que disfrutaba estando con ella, hablándole. (También se había enterado de muchas cosas sobre Hoskins. Había inventado el método de analizar la reflexión del rayo mesónico penetrante en el pasado; había inventado el método de establecer Estasis; su frialdad era sólo un esfuerzo por disimular su naturaleza bondadosa; y, oh sí, estaba casado.) A lo que Miss Fellowes no podía acostumbrarse era a que estaba metida en un experimento científico. Pese a cuanto pudiera hacer, se encontró personalmente involucrada hasta el extremo de pelearse con los fisiólogos. En cierta ocasión, Hoskins la encontró presa de un fuerte shock nervioso. No tenían derecho; no tenían derecho…, aunque fuera un neanderthal, no por ello era un animal. Les seguía con la mirada, enfurecida, mirándoles a través de la puerta abierta y escuchando el llanto de Timmie, cuando se dio cuenta de que Hoskins estaba ante ella. Podía llevar allí un buen rato.
– ¿Puedo pasar? -preguntó. Asintió con la cabeza, secamente, y corrió junto a Timmie, que se agarró a ella y enroscó sus piernecitas torcidas, todavía flacas, ¡tan flacas!, a las de ella. Hoskins observó y dijo gravemente:
– Parece muy desgraciado.
– Y tiene razón. Le molestan todos los días con sus muestras de sangre y sus pruebas. Le mantienen a una dieta sintética que no alimentaría a un cerdo.
– Todo eso es algo que no se puede experimentar con un ser humano, ya lo sabe.
– Ni deben probarlo con Timmie tampoco, doctor Hoskins, insisto en ello. Usted me dijo que la llegada de Timmie había puesto a Estasis en el mapa. Si siente la menor gratitud, tiene que lograr alejarlos del pobrecillo hasta que por lo menos sea lo suficientemente mayor para comprenderlo un poco más. Después de las sesiones, tiene pesadillas, no puede dormir. Ahora bien, le advierto -y se puso realmente furiosa- que no les volveré a dejar entrar aquí. (Se dio cuenta de que las últimas palabras las había gritado, pero no pudo evitarlo.) Con voz más tranquila, añadió:
– Ya sé que es un neanderthal, pero hay muchas cosas de ellos que no tenemos en cuenta. He leído que tenían su propia cultura. Algunos de los mayores inventos humanos surgieron en su época. La domesticación de animales, por ejemplo; la rueda; diversas técnicas para las piedras de moler. Incluso sentían anhelos espirituales. Enterraban a sus muertos y enterraban posesiones con el cuerpo, demostrando así que creían en una vida después de la muerte. Esto prácticamente equivale a inventar una religión. ¿No significa todo esto que Timmie tiene derecho a ser tratado como ser humano? Dio unas palmadas afectuosas al chiquillo en las nalgas y lo envió al cuarto de jugar. Al abrir la puerta, Hoskins sonrió ante el gran despliegue de juguetes que vio. Miss Fellowes, a la defensiva, dijo:
– El pobre chiquillo merece sus juguetes. Es lo único que posee y se los gana sobradamente con todo lo que tiene que soportar.
– No, no. Ninguna objeción, se lo aseguro. Estaba solamente pensando en cómo ha cambiado desde el primer día, en que estaba tan enfadada por haberle endosado a un neanderthal. Miss Fellowes murmuró:
– Supongo que no comprendía… -Y se calló. Hoskins cambió de tema.
– ¿Qué edad diría que tiene, Miss Fellowes?
– No podría decirlo porque ignoro cómo es el desarrollo de los neanderthales. Por la estatura serían sólo tres años, pero los neanderthales generalmente son más pequeños, y, con todo lo que le están haciendo, probablemente no crece lo que debiera. Pero, tal como está aprendiendo el idioma, yo diría que tiene algo más de cuatro.
– ¿De veras? No he visto nada del aprendizaje en los informes.
– No, no quiere hablarlo con nadie sino conmigo. Tiene un miedo terrible a los demás, y no es de extrañar. Pero puede pedir un artículo determinado de comida, puede señalar cualquier necesidad y le digo que lo comprende casi todo. Naturalmente… -le observó astutamente, tratando de decidir si éste era el momento oportuno-, su desarrollo puede no continuar.
– ¿Por qué no?
– Todo niño necesita estímulos y éste vive una vida de solitario confinamiento. Yo hago lo que puedo, pero no estoy con él todo el tiempo y no soy todo lo que necesita. Lo que quiero decir, doctor Hoskins, es que necesita otro niño para jugar. Hoskins asintió. Desgraciadamente, sólo disponemos de uno, ¿no es eso? ¡Pobrecillo! Miss Fellowes se enterneció al instante; preguntó:
– Le encanta Timmie, ¿verdad? -Resultaba de lo más agradable que alguien más pensara como ella.
– ¡Oh, sí! -contestó Hoskins, y, momentáneamente desarmado, dejó traslucir el agotamiento en sus ojos. Miss Fellowes abandonó sus planes de momento. Con auténtica preocupación, comentó:
– Tiene aspecto de estar agotado, doctor Hoskins.
– ¿Lo cree así, Miss Fellowes? Tendré que esforzarme por tener una apariencia más animada.
– Supongo que Estasis, Inc. le ocupa mucho tiempo. Hoskins se encogió de hombros.
– Y supone bien. Se trata de un caso de animal, vegetal y mineral por partes iguales, Miss Fellowes. Pero, bueno, me figuro que no ha visitado usted nuestras adquisiciones.
– La verdad es que no, pero no porque no me interesen. Es que también he estado muy ocupada.
– Claro, pero en este momento no lo está -dijo en un impulso de decisión-. Pasaré a recogerla mañana a las once y la acompañaré personalmente. ¿Qué le parece?
– Me encantará. -Y sonrió feliz. A su vez él sonrió y asintió; después, se fue. Miss Fellowes estuvo tarareando a intervalos durante el resto del día. Realmente, pensarlo sonaba ridículo, pero…, bueno, era casi como… una cita.
Al día siguiente llegó muy puntual, sonriente y encantador. Ella había desechado el uniforme de enfermera y se había vestido un trajecito. Uno de corte clásico, por supuesto, con el que se sintió tan femenina como no se había sentido en muchos años. Él la felicitó por su aspecto con estudiada cortesía y ella aceptó el cumplido con discreta gracia. Era un preludio realmente perfecto, se dijo. Y de pronto se le ocurrió preguntarse: «¿Preludio de qué?» Apartó la idea apresurándose a decir adiós a Timmie y a asegurarle que volvería pronto. Quiso cerciorarse de que el niño sabía todo lo relacionado con su almuerzo y dónde lo encontraría. Hoskins la llevó al ala nueva, en la que todavía no había puesto los pies. Aún olía a pintura y los ruidos de los obreros eran suficientes indicios de que iba creciendo y extendiéndose.
— Animal, vegetal y mineral -dijo Hoskins, como el día anterior-. El animal aquí, nuestro ejemplar más espectacular. El espacio estaba dividido en muchas habitaciones, cada una separada por su burbuja Estasis. Hoskins la llevó junto al cristal de una de ellas y miró. Lo que vio la impresionó primero por creerla una gallina con escamas y cola. Deslizándose sobre dos patas delgadas, corría de extremo a extremo de la habitación con su delicada cabeza de pájaro rematada por una arista ósea parecida a la cresta de un gallo. Las garras de sus patas se abrían y cerraban constantemente. Hoskins explicó:
— Es nuestro dinosaurio. Lo tenemos desde hace meses. No sé cuándo podremos deshacernos de él.
— ¿Dinosaurio?
— ¿Esperaba un gigante? Ella sonrió:
— Es lo que una espera, supongo. Pero sé que algunos eran pequeños.
— Uno pequeño era lo que pretendíamos, créame. Generalmente se encuentra en observación, pero ésta parece ser su hora libre. Se han descubierto cosas interesantes. Por ejemplo, su sangre no es enteramente fría. Tiene un todo imperfecto de mantenimiento de la temperatura interna más alta que la de su entorno. Desgraciadamente, es un macho. Desde que lo trajimos hemos tratado de trasladar a otro que pudiera ser hembra, pero hasta ahora no ha habido suerte.
— ¿Por qué hembra?
— Para poder tener la oportunidad de conseguir huevos fecundados y crías de dinosaurios.
— Claro. Después la llevó a la sección de trilobites.
— Le presento al profesor Dwayne, de la Universidad de Washington. Es químico nuclear. Si no recuerdo mal, está tomando una relación con isótopos en el oxígeno del agua.
— ¿Por qué?
— Es agua primitiva; tiene por lo menos quinientos millones de años. El isótopo nos dala temperatura del océano en aquella época. Él, precisamente, ignora los trilobites, pero otros están especialmente dedicados a su disección. Ellos son los afortunados porque lo único que necesitan son escalpelos y microscopios. Dwayne ha montado un espectrógrafo de masa para cuando realiza un experimento.
— ¿Y por qué? ¿Es que no puede…?
— No, no puede. No puede sacarlo todo de la habitación, salvo que no pueda evitarlo. Había muestras de vida primitiva vegetal y trozos de rocas en formación. Ésos eran los vegetales y minerales. Cada espécimen tenía su investigador. Era como un museo; un museo viviente sirviendo como centro superactivo de investigación.
— ¿Y tiene que supervisarlo todo usted, doctor Hoskins?
— Sólo indirectamente, Miss Fellowes. Gracias a Dios, dispongo de subordinados. Mi interés se centra enteramente en los aspectos teóricos; en la naturaleza y técnica de la detección intemporal mesónica. Yo lo cambiaría todo por un método de detectar objetos cercanos en el tiempo, y no de diez mil años atrás. Si pudiéramos llegar a los tiempos históricos… Le interrumpió una conmoción en un departamento cercano, una voz fina protestaba, airada. Hoskins frunció el ceño y se excusó apresuradamente:
— Perdóneme. -Y se alejó. Miss Fellowes le siguió lo mejor que pudo sin echar a correr. Un viejo, de barba rala y cara roja, iba gritando:
— Tenía que completar aspectos vitales de mi investigación. ¿Es que no lo comprenden? Un técnico uniformado, con el monograma SI entrelazado (de Estasis, Inc.) en su bata de laboratorio, explicó:
— Doctor Hoskins, habíamos arreglado con el profesor Ademewsky desde un principio que el espécimen sólo podía permanecer aquí tres semanas.
— Yo ignoraba entonces cuánto tiempo requeriría mi investigación. Yo no soy un profeta -protestó, airado, Ademewsky. Hoskins lo calmó:
— Comprenda, profesor, que nuestro espacio es limitado; debemos mantener una rotación de especímenes. Este pedazo de calcopirita debe volver; hay hombres esperando el nuevo espécimen.
— ¿Por qué no me lo puedo quedar para mí solo? Lo sacaré de aquí.
— Sabe que no puede disponer de él.
— Un trozo de calcopirita; un miserable pedazo de quince kilos. ¿Y por qué no?
— No podemos permitirnos el gasto de energía -cortó bruscamente Hoskins-. Lo sabe de sobras. El técnico interrumpió:
— El caso es, doctor Hoskins, que trató de sacar el trozo en contra del reglamento y yo casi perforé Estasis porque no sabía que estaba allí. Hubo un corto silencio y el doctor Hoskins se volvió al investigador con glacial formalidad:
— ¿Es esto cierto, profesor? El profesor Ademewsky tosió:
— No vi ningún mal… Hoskins cogió un cordón que pendía al alcance de la mano, en el exterior de la habitación del espécimen en cuestión. Tiró de él. A Miss Fellowes, que había estado observando el trozo de roca causante del altercado, se le cortó el aliento al ver el fin de su existencia. La habitación estaba vacía. Hoskins prosiguió:
— Profesor, su permiso de investigador de Estasis será anulado para siempre. Lo siento.
— Pero, aguarde…
— Lo siento. Ha violado usted una de las reglas más severas.
— Apelaré a la Asociación Internacional de…
— Apele cuanto quiera. En un caso como éste, descubrirá que no se me puede desobedecer. Se volvió deliberadamente, dejando al profesor en plena protesta y (todavía pálido de ira) dijo a Miss Fellowes:
— ¿Quiere almorzar conmigo, Miss Fellowes?
La condujo hasta la pequeña sección administrativa de la cafetería. Saludó a otros y les presentó a Miss Fellowes con toda naturalidad, aunque ella se sentía dolorosamente intimidada. « ¿Qué pensarán?», se preguntó, y trató desesperadamente de aparentar seguridad.
— ¿Le ocurren con frecuencia estos problemas, doctor Hoskins? Quiero decir, como la discusión con el profesor. Levantó el tenedor y empezó a comer. Hoskins le contestó, tajante:
— No. Ha sido la primera vez. Naturalmente, tengo que discutir siempre para disuadir a los hombres de retirar muestras, pero ésta ha sido la primera vez que uno ha tratado de retirarla.
— Recuerdo que una vez me habló de la energía que se consumiría.
— En efecto. Naturalmente, tratamos de tenerlo en cuenta. Pueden ocurrir accidentes, así que tenemos fuentes de energía especiales dispuestas para soportar el desgaste que significaría una cosa retirada accidentalmente de pero Estasis, esto no significa que nos guste ver la provisión de energía de un año desaparecer en medio segundo…, ni que podamos permitirnos tener nuestros planes de expansión retrasados durante años. Además, imagine al profesor en la habitación mientras Estasis estaba al borde de ser perforada.
— ¿Qué le hubiera ocurrido?
— Pues hemos experimentado con objetos inanimados y con ratones: ¡Han desaparecido! Presumiblemente, retrocedieron en el tiempo; arrastrados, por decirlo así, por el tirón del objeto que simultáneamente saltaba de nuevo a su tiempo natural. Por esta razón tenemos que amarrar objetos, dentro de Estasis, que no deseamos trasladar, y éste es un procedimiento complicado. El profesor, al no estar amarrado, hubiera regresado al plioceno al mismo instante en que retiramos la roca…, más las dos semanas que había permanecido en el presente.
— Qué espantoso pudo haber sido.
— En cuanto al profesor, no; se lo aseguro. Si es lo bastante loco para hacer lo que hizo, se lo habría merecido. Pero imagínese el efecto que podía causar en el público si el caso hubiera sido conocido. Lo único que bastaría a la gente sería conocer el peligro que se cierne y los fondos se nos cortarían. -Chasqueó los dedos y se quedó mirando la comida, taciturno.
— ¿Y no podría hacerle regresar -preguntó Miss Fellowes-, del mismo modo que consiguió traer la roca?
— No, porque una vez devuelto un objeto, se pierde la trayectoria original, a menos que deliberadamente planeemos retenerla. En este caso no había ninguna razón para hacerlo. Nunca la hay. Encontrar de nuevo al profesor significaría replantear una trayectoria específica, y eso sería como lanzar un cable al abismo oceánico a fin de pescar a un pez determinado. Dios mío, cuando pienso en las precauciones que tomamos para evitar accidentes, me vuelvo loco. Tenemos cada unidad individual de «Stasis» preparada con su dispositivo perforador propio. Hay que hacerlo así, puesto que cada unidad tiene su trayectoria separada y debe funcionar independientemente. La cosa es que los dispositivos de perforación no se activan hasta el último momento. Y entonces nosotros, deliberadamente, hacemos que la activación sea imposible, excepto tirando del cordón cuidadosamente situado en el exterior de Estasis. El tirón es una fuerte moción mecánica que requiere un gran esfuerzo, no algo accidental. Miss Fellowes dijo:
— Pero, ¿no afecta a la Historia…, sacar y meter algo fuera o dentro del tiempo? Hoskins se encogió de hombros:
— Teóricamente, sí; en la práctica, y salvo casos peculiares, no. Retiramos objetos de Estasis continuamente: moléculas de aire, bacterias, polvo. Alrededor de un diez por ciento de nuestro consumo de energía se suma a las micropérdidas de esa naturaleza. Pero incluso trasladando en el tiempo objetos grandes, produce cambios que no son demasiado importantes. Tome como ejemplo la calcopirita del plioceno. Debido a su ausencia de dos semanas, algún insecto no encuentra el cobijo esperado y muere. Eso podría iniciar una completa serie de cambios, pero la matemática de Estasis indica que es una serie convergente. La cantidad de cambio disminuye con el tiempo y después las cosas vuelven a ser como antes.
— ¿Quiere eso decir que la realidad se cura a sí misma?
— En cierto modo. Abstraer a un humano del tiempo o enviar a otro al pasado, provoca una herida mayor. Si el individuo es un tipo corriente, la herida se cura sola. Naturalmente, mucha gente nos escribe a diario reclamando que traigamos a Abraham Lincoln al presente a Mahoma o a Lenin. Naturalmente, eso no puede hacerse. Incluso si pudiéramos encontrarles, el cambio de realidad al sacar a uno de los prototipos de la Historia sería demasiado importante para poder remediarlo. Hay medios para calcular cuándo un cambio va a resultar demasiado importante; incluso evitamos acercarnos a ese límite.
— Entonces, Timmie… -musitó Miss Fellowes.
— No, no representa ningún problema, en este aspecto. La realidad está a salvo. Pero… Le dirigió una mirada aguda y prosiguió: Dejémoslo. Ayer me dijo que Timmie necesitaba compañía.
— Sí -asintió Miss Fellowes, radiante-. No creí que se hubiera fijado en lo que le dije.
— Claro que sí. Siento cariño por el pequeño. Aprecio su afecto por él y estoy lo bastante interesado para querer comentarlo con usted. Ahora puedo hacerlo; ya ha visto lo que hacemos; ya se ha podido dar cuenta de las dificultades que encierra; así que ya ve que, con la mejor voluntad del mundo, no podemos proporcionar compañía a Timmie.
— ¿No puede? -exclamó Miss Fellowes, descorazonada.
— Acabo de explicárselo. Si nos acompañara la suerte, podríamos esperar encontrar otro neanderthal de su edad, pero, aun así, no sería justo multiplicar los riesgos trayendo a otro ser humano a Estasis. Miss Fellowes dejó el cubierto y protestó con energía:
— Pero, doctor Hoskins, no es esto lo que yo quería decir. No quiero que traiga a otro neanderthal al presente. Sé que es imposible, pero no es imposible traer a otro niño a jugar con Timmie. Hoskins se quedó mirándola, preocupado.
— ¿Un niño humano?
— Otro niño -insistió Miss Fellowes, ahora completamente hostil-. Timmie es humano.
— Ni soñarlo.
— ¿Por qué no? ¿Por qué no va a poder hacerlo? ¿Qué hay de malo en esta idea? Arrancó a este niño fuera de su tiempo, y le ha hecho un prisionero eterno. ¿No cree que le debe algo? Doctor Hoskins, si hay en este mundo un hombre que sea el padre del niño, no hablo del aspecto biológico, ése es usted. ¿Por qué no puede hacer ese poquito por él? Hoskins exclamó:
— ¿Su padre? -Se puso en pie, vacilante-. Miss Fellowes, creo que, si no le importa, voy a acompañarla de regreso. Volvieron a la casa de muñecas en absoluto silencio, que ni uno ni otra decidió romper.
Pasó mucho tiempo antes de que volviera a hablar con Hoskins, sólo le veía de refilón, al pasar. A veces lo lamentaba; pero, otras veces, cuando Timmie estaba más triste que de costumbre o cuando se pasaba horas pegado a la ventana con la vista perdida, pensaba, rabiosa: « ¡Estúpido!» La conversación de Timmie se hacía cada día más suelta y más precisa. Nunca llegó a perder del todo un cierto y suave farfullar, que Miss Fellowes encontraba delicioso. Cuando se excitaba, volvía a chasquear la lengua, pero esto ocurría cada vez con menos frecuencia. Debía estar empezando a olvidarse de los días anteriores a su llegada al presente…, excepto en sueños. A medida que se iba haciendo mayor, los fisiólogos, y los psicólogos más, se mostraron
menos interesados. Miss Fellowes no estaba segura de si este nuevo grupo le gustaba aún menos que el primero. Habían desaparecido las agujas, las inyecciones, el tomar muestras de fluidos, y las dietas especiales también. Pero ahora Timmie tenía que saltar barreras para llegar a la comida y al agua: levantar paneles, retirar barras, alcanzar cuerdas. Las sacudidas eléctricas le hacían llorar y enloquecían a Miss Fellowes. No quería apelar a Hoskins, ni tener que ir en su busca, porque cada vez que pensaba en él se acordaba de su cara de la última vez, por encima de la mesa de la cafeteria. Sus ojos se llenaban de lágrimas al pensar: «Estúpido, estúpido.» Y un buen día apareció Hoskins inesperadamente, de visita, en la casa de muñecas. La llamó:
— Miss Fellowes. Salió ella alisándose el uniforme de enfermera, pero se detuvo confusa al encontrarse en presencia de una mujer pálida, esbelta, no muy alta. Su pelo rubio y su tez clara le daban una apariencia de fragilidad. Detrás de ella, y agarrado a su falda, había un niño de carita redonda y ojos grandes, de unos cuatro años de edad.
— Querida, te presento a Miss Fellowes -dijo Hoskins-, la enfermera encargada del muchacho. Miss Fellowes, ésta es mi mujer. (¿Era ésta su esposa? No era como Miss Fellowes la había imaginado. Pero, ¿por qué no? Un hombre como Hoskins elegiría naturalmente una mujercita débil para manejarla a su gusto. Si era eso lo que quería…) Se obligó a un saludo normal:
— Buenas tardes, señora Hoskins. ¿Es…, es su hijito? (Aquello sí que era una sorpresa. Había imaginado a Hoskins como marido, pero no como padre, excepto, claro… De pronto captó la mirada grave de Hoskins y se ruborizó.)
— Sí, éste es mi hijo Jerry -explicó Hoskins-. Saluda a Miss Fellowes, Jerry. (¿Había insistido en la palabra éste más de la cuenta? Trataba de decirle que éste era su hijo y no…) Jerry se escondió algo más entre los pliegues de la falda materna y murmuró su saludo. Los ojos de Mrs. Hoskins miraban por encima de la cabeza de Miss Fellowes, recorrían la habitación, buscaban algo. Hoskins dijo:
— Bien, entremos. Ven, querida, notarás una pequeña molestia al pasar el umbral, pero es pasajera. Miss Fellowes preguntó:
— ¿Quieren que Jerry entre también?
— Por supuesto. Va a ser el compañero de juegos de Timmie. Me dijo usted que Timmie necesitaba compañía, ¿o se le ha olvidado ya?
— Pero… -Le miró asombrada, estupefacta-. ¿Su hijo?
— Claro, ¿de quién, si no? -observó, picado-. ¿No es eso lo que quería? Pasa, pasa, querida. Venga, pasa. La señora Hoskins levantó a Jerry en sus brazos, con esfuerzo, y con cierta vacilación cruzó el umbral. Jerry se retorció al pasar, como si le desagradara la sensación. Mrs. Hoskins preguntó con voz aflautada:
— ¿Está aquí la criatura? No la veo. Miss Fellowes llamó:
— Timmie, sal. Timmie miró por el quicio de la puerta, observando al niño que le visitaba. Los músculos de los brazos de Mrs. Hoskins se tensaron visiblemente. Preguntó a su marido:
— Gerald, ¿estás seguro de que no hay peligro? Miss Fellowes intervino al instante:
— ¿Se refiere a si Timmie es de fiar?, pues claro que lo es. Es un niño muy dulce.
— Pero es un sa…, salvaje. (¡Las historias del niño-mono de los periódicos!) Miss Fellowes exclamó enfáticamente:
— No es un salvaje. Es tan tranquilo y razonable como puede esperarse de un niño de cinco años. Es usted muy generosa permitiendo que su niño juegue con Timmie; pero, por favor, no tenga ningún miedo. Mrs. Hoskins objetó con cierto acaloramiento:
— No estoy segura de estar de acuerdo con usted.
— Ya lo hemos discutido, querida -dijo Hoskins-. No planteemos una nueva discusión. Deja a Jerry en el suelo. Mrs. Hoskins lo hizo así y el niño se apretó contra ella, mirando hacia el par de ojos que le estaban observando desde la otra habitación.
— Ven aquí, Timmie -dijo Miss Fellowes-. No tengas miedo. Timmie entró en la habitación despacito. Hoskins se agachó para soltar los dedos de Jerry de la ropa de su madre.
— Apártate, querida. Dales una oportunidad a los niños. Los chiquillos se miraron. Aunque el más joven, Jerry, medía un par de centímetros más, la forma de erguir su bien proporcionada cabecita y su porte general, hacían que lo grotesco de Timmie resultara mucho más pronunciado que cuando le vieron los primeros días. Los labios de Miss Fellowes temblaban. Fue el pequeño neanderthal el que habló primero, con vocecita infantil:
— ¿Cómo te llamas? -Y Timmie empujó su cara hacia delante, como para estudiar las facciones del muchacho. Jerry, asustado, le dio un empujón que mandó a Timmie al suelo. Los dos se echaron a llorar y Mrs. Hoskins levantó a su hijo, mientras Miss Fellowes, roja de ira contenida, alzaba a Timmie y le consolaba.
— Está visto que por instinto no se gustan -declaró Mrs. Hoskins.
— No más instintivamente -replicó su marido, fastidiado- de lo que harían otros dos niños. Ahora, deja a Jerry en el suelo y que se acostumbre a la situación. En realidad, sería mejor que nos fuéramos. Miss Fellowes puede llevar a Jerry a mi despacho dentro de un rato y le enviaré a casa.
Los dos niños pasaron la hora siguiente observándose. Jerry reclamó, llorando, a su madre, pegó a Miss Fellowes y se dejó consolar con un «chupa-chup». Timmie chupó otro y, pasada una hora más, Miss Fellowes consiguió que jugaran con los mismos bloques de madera, aunque cada uno en un extremo de la habitación. Se sintió casi tiernamente agradecida a Hoskins al devolverle a Jerry. Buscó la forma de darle las gracias, pero se contuvo a su pesar. Quizá no podía perdonarla por hacerle que se sintiera un padre cruel. Quizás el traer a su propio hijo, era, después de todo, un intento de demostrar que era a la vez un bondadoso padre para con Timmie y también que no era su padre. ¡Las dos cosas a la vez! Así que lo único que supo decir fue:
— Gracias. Muchas gracias. Y lo único que supo contestar él fue:
— Está bien. No se merecen. Y se estableció una rutina. Dos veces por semana traían a Jerry para jugar una hora; más tarde se amplió a dos horas. Los niños aprendieron sus nombres, aprendieron a conocerse y a jugar juntos. Pero, después de la primera muestra de gratitud, Miss Fellowes descubrió que no le
gustaba Jerry. Era más grandote y más pesado, más dominante, que obligaba a Timmie a estar completamente sometido. Lo único que la reconciliaba con la situación era que, pese a las dificultades, Timmie esperaba cada vez más ilusionado las apariciones periódicas de su compañero de juegos. Era lo único que tenía, gemía apesadumbrada. Y en una ocasión, mientras les contemplaba, pensó: «Los dos hijos de Hoskins, uno de su mujer y uno de “Stasis” Mientras que ella… «Cielos -pensó, apretándose las sienes con las manos, avergonzada-. ¡Estoy celosa!»
— Miss Fellowes -dijo Timmie (había tenido buen cuidado de no permitirle que la llamara de otro modo~, ¿cuándo iré a la escuela? Miró sus ojos oscuros y anhelantes vueltos hacia ella y le acarició dulcemente su cabello rizado. Era lo más hirsuto de su aspecto, porque ella misma le cortaba el pelo mientras él se mostraba inquieto bajo las tijeras. No reclamó ayuda profesional, porque la irregularidad de su corte servía para disimular la frente huidiza y la parte saliente del cráneo por detrás.
— ¿Dónde has oído hablar de la escuela? -preguntó Miss Fellowes.
— Jerry va a la escuela. Kin-der-gar-ten -lo pronunció cuidadosamente-. Va a muchos sitios. Sale fuera. ¿Cuándo podré salir fuera, Miss Fellowes? Una punzada le lastimó el corazón. Claro, se daba cuenta de que no habría medio de evitar que Timmie oyera hablar del mundo exterior en el que jamás podría penetrar. Con simulada jovialidad, dijo:
— Pero, ¿qué ibas a hacer tú en un kindergarten, Timmie?
— Jerry dice que juegan a muchas cosas, que tienen películas. Dice que hay muchos niños. Dice…, dice… -Lo pensó y, alzando triunfalmente las manos con los dedos separados-: Dice que tantos así. Miss Fellowes le preguntó:
— ¿Te gustaría ver películas? Te las conseguiré. Muy bonitas y también cintas musicales. Así que Timmie se quedó temporalmente consolado.
En ausencia de Jerry veía las películas una y otra vez, y Miss Fellowes le leía horas y horas. Había mucho que aclarar incluso en la más sencilla de las historias, porque había mucho que nada tenía que ver con el espacio limitado de sus tres habitaciones. Timmie soñó más que nunca que empezaba a vislumbrar el exterior. Los sueños eran siempre los mismos, acerca del exterior. Trató con dificultad de describírselos a Miss Fellowes. En sus sueños estaba fuera, en un fuera vacío pero muy grande, con niños y extraños e indescriptibles objetos medio digeridos en su pensamiento, sacados de descripciones a medio comprender, o de los remotos recuerdos neanderthalenses apenas rememorados. Pero los niños y los objetos le ignoraban; y aunque estaba en el mundo, jamás era parte de él, sino que estaba solo como cuando estaba en su habitación…, y despertaba llorando. Miss Fellowes trataba de tomar los sueños a risa, pero había noches que, en su propio apartamento, también lloraba.
Un día, mientras Miss Fellowes leía, Timmie le puso la mano bajo la barbilla y la levantó suavemente, de modo que sus ojos dejaron el libro y le miraron. Preguntó:
— ¿Cómo sabe lo que dice, Miss Fellowes?
— ¿Ves estas marcas? -le preguntó-. Me indican lo que debo decir. Estas marcas forman palabras. El niño las miró curiosamente durante largo rato y, tomando el libro en la mano, observó:
— Algunas son iguales. Ella rió encantada con esta muestra de agudeza, y asintió:
— Sí lo son. ¿Te gustaría que te enseñara cómo hacer las marcas?
— Muy bien. Será un juego agradable. Ni siquiera se le ocurrió que pudiera aprender a leer. Hasta el momento en que le leyó un libro, no había pensado que pudiera aprender. Después, semanas más tarde, la enormidad de lo que se había hecho la asombró. Timmie estaba sentado en su regazo, siguiendo palabra por palabra lo que estaba impreso en un libro infantil; estaba leyéndoselo. ¡Le estaba leyendo a ella! Se levantó con dificultad, estupefacta, y dijo:
— Bien, Timmie, volveré en seguida. Quiero ver al doctor Hoskins. En un acto reflejo le pareció encontrar una respuesta a la infelicidad de Timmie. Si Timmie no podía salir para entrar en el mundo, debían meter al mundo en las tres habitaciones de Timmie… ¡Todo el mundo en libros, películas y sonido! Debía ser educado según su máxima capacidad. El mundo se lo debía.
Encontró a Hoskins en un estado de ánimo análogo al suyo, sumido en una especie de triunfo glorioso. Su despacho estaba más ajetreado que de costumbre. Por un momento, abrumada en la antesala, creyó que no conseguiría verle. Pero la vio él, y una sonrisa iluminó su rostro.
— Venga aquí, Miss Fellowes -le dijo. Habló rápidamente por el intercomunicador, luego lo dejó-. ¿Se ha enterado usted? No, claro, no ha podido. ¡Lo hemos conseguido! De verdad que lo hemos conseguido. Tenemos al alcance de la mano la detección intertemporal.
— ¿Quiere decir -y trató de separar de su pensamiento las buenas noticias- que puede conseguir a una persona de tiempos históricos y traerla al presente?
— Es exactamente lo que quiero decir. Tenemos la trayectoria de un individuo del Siglo XIV ahora mismo. Imagíneselo. ¡Imagíneselo! Si pudiera comprender lo feliz que soy de salirme de la eterna concentración del Mesozoico, de remplazar a los paleontólogos por historiadores… Pero venía a decirme algo, ¿verdad? Bien, digalo, dígalo. Me encuentra de buen humor. Cualquier cosa que quiera, se lo concedo. Miss Fellowes sonrió.
— Me alegro, porque venía a pedirle si podríamos establecer un sistema educativo para Timmie.
— ¿Educativo? ¿En qué forma?
— Pues, en todo. Una escuela para que pudiera aprender.
— Pero, ¿puede aprender?
— Naturalmente. Está aprendiendo. Sabe leer. Le he ido enseñando yo misma. Hoskins siguió sentado, quieto y, de pronto, quedó deprimido.
— No sé qué decirle, Miss Fellowes.
— Acaba de decirme que cualquier cosa que quisiera…
— Lo sé y no debí hacerlo. Verá, Miss Fellowes, estoy seguro de que comprenderá que no podemos mantener el experimento Timmie para siempre. Se lo quedó mirando, horrorizada, sin comprender realmente lo que había dicho. ¿Qué quería decir con «no podemos mantener»? Como un rayo algo cruzó vertiginosamente su memoria, y se acordó del profesor Ademewsky y su espécimen mineral que le arrebataron después de dos semanas…
— Pero está hablando de un niño -objetó-, no de un mineral… El doctor Hoskins, incómodo, alegó:
— Incluso a un niño no se le debe conceder demasiada importancia, Miss Fellowes. Ahora que esperamos individuos sacados de los tiempos históricos, necesitamos espacio en «Stasis», todo el que podamos conseguir. No acababa de entenderlo.
— Pero no puede hacerlo. Timmie…, Timmie…
— Por favor, Miss Fellowes, tranquilícese. Timmie no se va a marchar ahora mismo, tardará meses tal vez. Entretanto, haremos lo que podamos. No podía dejar de mirarle.
— Déjeme que le sirva algo, Miss Fellowes.
— No -musitó-. No necesito nada. -Se puso en pie como inmersa en una pesadilla, y se fue. «Timmie -iba pensando-, no te dejaré morir. No morirás.» Estaba muy bien la idea de que Timmie no debía morir, pero, ¿cómo lo conseguiría? En las semanas siguientes, Miss Fellowes vivió pendiente sólo de la esperanza de que el intento de traer a un hombre del Siglo XIV fracasara completamente. Las teorías de Hoskins podían estar equivocadas, o su puesta en práctica podía ser defectuosa. Entonces las cosas seguirían como antes. Por supuesto que ésta no era la esperanza del resto del mundo e, irracionalmente, odió al mundo por esto. El «Proyecto Edad Media» alcanzó el máximo de publicidad. La Prensa y el público habían estado esperando algo como eso. Estasis Inc. había carecido del necesario sensacionalismo desde hacía tiempo. Una nueva roca o un nuevo pez ya no les impresionaba. Pero, ¡eso sí! Un ser humano histórico; un adulto hablando un idioma conocido; alguien que pudiera abrir una nueva página de la Historia al erudito. Se acercaba la hora cero y esta vez ya no era cuestión de tres mirones desde un balcón. Esta vez el auditorio sería mundial. Esta vez los técnicos de Estasis, Inc. representarían su papel ante toda la Humanidad. La propia Miss Fellowes estaba nerviosa con la espera. Cuando el joven Jerry Hoskins apareció para jugar con Timmie, casi no le reconoció. No era él a quien esperaba. (La secretaria que lo trajo salió apresuradamente después de un brevísimo saludo a Miss Fellowes. Salió corriendo para conseguir un buen sitio desde el que contemplar los preparativos del «Proyecto Edad Media». Y también hubiera debido hacerlo Miss Fellowes, y con mayor motivo, pensó con amargura, si esa estúpida sustituta llegara de una vez.) Jerry Hoskins se le acercó, turbado:
— ¿Miss Fellowes? -Y sacó del bolsillo un recorte de un periódico.
— ¿De qué se trata, Jerry?
— ¿Es éste un retrato de Timmie? Miss Fellowes se quedó mirándolo, luego le arrancó la tira de las manos. La excitación del «Proyecto Edad Media» había hecho revivir el interés por Timmie por parte de la Prensa. Jerry la miró fijamente. Luego preguntó:
— Dice que Timmie es un niño-mono, ¿qué quiere decir?
— No vuelvas a decir eso, Jerry. Nunca más, ¿lo entiendes? Es una palabra fea y no.
debes emplearla. Jerry se desprendió, asustado. Miss Fellowes rompió el papel con rabia y añadió:
— Ahora entra a jugar con Timmie. Tiene un libro nuevo que mostrarte. Por fin llegó la sustituta. Miss Fellowes no la conocía. Ninguna de las empleadas habituales estaba disponible apenas tuviera que hacer algo fuera de allí y menos hoy, con los preparativos del «Proyecto Edad Media», pero la secretaria de Hoskins le había prometido encontrar a alguien, y debía ser ésta. Miss Fellowes se esforzó por no dejar traslucir su impaciencia.
— ¿Es usted la muchacha asignada a Estasis Sección Uno?
— Si, soy Mandy Terris. Usted es Miss Fellowes, ¿verdad?
— En efecto.
— Siento llegar tarde. ¡Hay tanta excitación!
— Lo sé. Bien, quiero que…
— Estará viéndolo, me lo figuro -comentó Mandy. Su rostro flaco, bonito y vacío, respiraba envidia.
— Déjelo. Ahora quiero que entre conmigo y conozca a Timmie y a Jerry. Estarán jugando dos horas, así que no van a molestarla. Tienen leche abundante y muchos juguetes. En realidad, sería preferible que les deje solos el mayor tiempo posible. Ahora voy a enseñarle dónde está todo y…
— Es Timmie, el niño-m…
— Timmie es el sujeto de Estasis -declaró con firmeza Miss Fellowes.
— Quiero decir, si es el que figura que no debe salir.
— Si. Ahora, venga. No queda mucho tiempo. Cuando por fin salió, Mandy Terry le gritó con voz estridente:
— Espero que consiga un buen asiento y, bueno, espero que todo salga bien. Miss Fellowes no creía poder contestar razonablemente. Así que salió precipitadamente, sin volver la vista atrás. Pero el retraso significó no conseguir un buen sitio. Lo más cerca que llegó fue a la pantalla de la sala de reuniones. Lo lamentó amargamente. Si hubiera podido estar en el centro, si hubiera podido alcanzar alguna parte sensible de los instrumentos, si de algún modo hubiera podido sabotear el experimento… Encontró fuerzas suficientes para calmar su locura. La simple destrucción no serviría de nada. Lo reconstruirían una y otra vez. Y nunca se le permitiría acercarse a Timmie. Nada podía ayudarla. Nada, sino que el propio experimento fracasara o se hundiera irremisiblemente. Así que esperó durante la cuenta atrás, observando cada movimiento en la pantalla gigante, repasando, vigilando los rostros de los técnicos, cuando el reflector iba de uno a otro, en busca de una expresión preocupada o de incertidumbre que pudiera indicar que algo salía inesperadamente mal… Pero no hubo esa suerte. La cuenta atrás llegó a cero, y silenciosa y discretamente, el experimento salió bien. En el nuevo Estasis que se acababa de instalar, se veía a un aldeano encorvado y barbudo, de edad indeterminada, vestido con ropas sucias, harapientas, y zapatos de madera, mirando horrorizado el cambio súbito y aterrador que se le había caído encima. Y mientras el mundo enloquecía de júbilo, Miss Fellowes se quedaba helada por la congoja; se sentía como sacudida y zarandeada, todo menos pisoteada; envuelta en el triunfo ajeno y abatida por su derrota. Cuando el altavoz la llamó con fuerte estridencia, tuvo que sonar por tres veces antes de reaccionar. «Miss Fellowes, Miss Fellowes. Debe acudir a Estasis Sección Uno, inmediatamente. Miss Fellowes, Miss Fell…»
— ¡Abran paso! -gritó, angustiada, mientras el altavoz continuaba repitiendo sin pausa.
Se abrió camino entre la gente con salvaje energía, golpeando con los puños cerrados, sacudiéndoles, moviendo los brazos, corriendo hacia la puerta pero con una lentitud desesperante.
Mandy Terry lloraba.
— No sé cómo ocurrió. Salí sólo un momento al corredor para mirar en una pequeña pantalla que habían colocado allí. Sólo un minuto. Y antes de que pudiera hacer nada… Se revolvió y gritó acusadora-: Usted me dijo que no me darían trabajo, dijo que les podía dejar solos…
Miss Fellowes, despeinada y temblorosa, la taladró con la mirada.
— ¿Dónde está Timmie? Una enfermera desinfectaba el brazo de Jerry y otra preparaba una inyección antitetánica. Había sangre en las ropas de Jerry.
— Me mordió, Miss Fellowes -lloró Jerry, rabioso-. Me mordió. Pero Miss Fellowes ni le miró.
— ¿Qué han hecho con Timmie? -preguntó.
— Le encerré en el cuarto de baño -contestó Mandy-. Me limité a empujar al monstruo allá dentro y cerré con llave. Miss Fellowes corrió a la casa de muñecas. Tanteó en la puerta del baño. Le llevó una eternidad poder abrirla y descubrir al chiquillo acurrucado en un rincón.
— No me pegue, Miss Fellowes -murmuró. Sus ojos estaban enrojecidos y le temblaban los labios-. No quise hacerlo.
— ¡Oh, Timmie! ¿Quién ha hablado de pegarte? -Lo cogió en sus brazos y lo estrechó con fuerza.
— Me dijo que lo haría con una correa -dijo, trémulo-. Me dijo que usted me pegaría y me pegaría.
— No lo haré. Fue mala diciéndotelo. Pero, ¿qué ocurrió? ¿Por qué ocurrió?
— Me llamó niño-mono. Me dijo que no era un niño de verdad. Me dijo que yo era un animal. -Y Timmie se deshizo en lágrimas-. Dijo que no volvería a jugar nunca más con un mono. Yo le dije que no era un mono, que yo no era un mono. Me dijo que era feo y raro. Me dijo que era terriblemente feo. Lo iba diciendo y diciendo y entonces le mordí. Ahora lloraban los dos. Miss Fellowes sollozaba.
— Pero no es verdad. Tú lo sabes, Timmie. Tú eres un verdadero niño. Eres un niño bueno y el mejor del mundo. Y nadie, nadie te apartará nunca de mi.
Miss Fellowes agarró al niño por la muñeca y a duras penas contuvo el impulso de sacudirle.
Ahora le resultaba fácil tomar una decisión; fácil saber qué hacer. Sólo que había que hacerlo rápidamente. Hoskins no esperaría mucho con su hijo herido… No, habría que hacerlo esta misma noche, esta noche; con las tres cuartas partes del mundo dormidas y la otra intelectualmente borracha de éxitos por el «Proyecto Edad Media». Sería una hora fuera de lo corriente para su regreso, pero no rara. El guardia la conocía bien y no pensaría en interrogarla. No pensaría nada viéndola con una maleta. Ensayó la respuesta inocua «Juegos para el niño» y la tranquila sonrisa. ¿Por qué no iba a creerla? La creyó. Cuando volvió a entrar en la casa de muñecas, Timmie estaba aún despierto y ella mantuvo una desesperada normalidad para impedir que se asustara. Habló con él de sus sueños y le oyó preguntar, entristecido, por Jerry. Poca gente la vería después y nadie preguntaría por el bulto que llevara. Timmie estaría
muy quieto y después ya sería un hecho consumado. Lo haría y sería inútil tratar de remediarlo. La dejarían en paz. Los dejarían en paz a ambos. Abrió la maleta, sacó el abrigo, el gorro de lana con orejeras y todo lo demás. Timmie permanecía sentado, pero empezaba a alarmarse.
— ¿Por qué me pone toda esta ropa, Miss Fellowes?
— Voy a llevarte fuera, Timmie -le tranquilizó-. A donde tú sueñas, donde están tus sueños.
— ¿Mis sueños? -Volvió el rostro, anhelante, pero sin perder del todo el miedo.
— Ya no volverás a sentir miedo. Estarás conmigo. No tendrás miedo si estás conmigo, ¿verdad, Timmie?
— No, Miss Fellowes. -Hundió su cabecita deforme en el costado de la enfermera y bajo su brazo pudo sentir los latidos del pequeño corazón. Era medianoche; lo cogió en brazos. Desconectó la alarma y abrió silenciosamente la puerta. Y lanzó un grito porque frente a ella, del otro lado de la puerta, estaba Hoskins.
Había dos hombres con él, y se la quedó mirando, tan sorprendido como ella. Miss Fellowes reaccionó primero, cuestión de segundos, e inició un rápido movimiento para pasar; pero pese a esos segundos él llegó a tiempo. La cogió torpemente y la empujó contra una cómoda. Hizo pasar a los hombres y se enfrentó con ella, bloqueándole la salida.
— No me esperaba esto. ¿Está usted loca? Ella consiguió interponerse para que no fuera Timmie quien se estrellara contra la cómoda. Le dijo, suplicante:
— ¿Qué daño puedo hacer si me lo llevo, doctor Hoskins? ¿No puede anteponer una vida humana a la pérdida de energía? Con firmeza, Hoskins le quitó a Timmie de los brazos.
— Una pérdida de energía de tal envergadura significarla millones de dólares robados de los bolsillos de los inversores. Significaría un gran salto atrás para Estasis, Inc. Significarla una publicidad llamativa sobre una enfermera sentimental que lo destruyó todo en beneficio de un niño-mono.
— ¡Niño-mono! -exclamó Miss Fellowes, desesperada.
— Eso es lo que los reporteros le llamarían -declaró Hoskins. Uno de los hombres salió, pasando un cable por unos ojetes situados en la parte alta de la pared. Miss Fellowes se acordó del cordón que Hoskins había sacudido en el exterior de la habitación que contenía la muestra de roca del profesor Ademewsky, tiempo atrás,
— ¡No! -gritó. Pero Hoskins dejó a Timmie en el suelo y suavemente le quitó el abrigo que llevaba puesto.
— Quédate aquí, Timmie. No te ocurrirá nada. Vamos a salir fuera un momento. ¿Entiendes? Timmie, pálido y mudo, consiguió mover afirmativamente la cabeza. Hoskins sacó a Miss Fellowes de la casa de muñecas, empujándola delante de él. De momento, Miss Fellowes no ofreció resistencia. Agotada, se fijó en la anilla que ponía en el cordón, fuera de la casa de muñecas.
— Lo siento, Miss Fellowes -dijo Hoskins-, hubiera querido ahorrarle esto. Lo planeé para la noche, para que usted no lo descubriera hasta que todo hubiera terminado.
— Todo porque mordió a su hijo -murmuró-, que atormentó a este niño y lo obligó a atacarle.
— No, créame. Comprendo lo del incidente de hoy y sé que fue culpa de Jerry. Pero la historia ha trascendido. Tenía que suceder precisamente hoy, rodeados como estábamos por la Prensa. No puedo arriesgarme a que circule una historía deformada sobre negligencia y salvajes neanderthales, desviando la atención del éxito del «Proyecto Edad Media». De todos modos, Timmie tenía que irse pronto; mejor ahora y evitar que los sensacionalistas tengan siquiera el menor punto donde plantar su basura.
— Pero no es lo mismo que devolver una roca. Matará a un ser humano.
— Nada de matar. Evitaremos esa sensación. Será simplemente un niño neanderthal en un mundo neanderthalense. Dejará de ser un prisionero y un extraño. Tendrá una oportunidad en una vida libre.
— ¿Qué oportunidad? Solamente tiene siete años, está acostumbrado a que le cuiden, vistan, alimenten, protejan. Estará solo. Su tribu puede no encontrarse en el punto en que los dejó, después de haber pasado cuatro años. Y si estuvieran, no le reconocerían. Tendrá que valerse por sí mismo. ¿Cómo sabrá hacerlo? Hoskins movió la cabeza en desesperada negativa:
— Cielos, Miss Fellowes, ¿cree que no lo hemos pensado? ¿Cree que hubiéramos traído a un niño si antes no hubiera habido otra trayectoria con éxito de un humano, o casi humano, y que no nos atrevimos a correr el riesgo de devolverlo y traer a otro igualmente bueno? ¿Por qué supone que guardamos a Timmie todo este tiempo, como hicimos, de no ser por evitar devolver un niño al pasado? Es sólo que… -y su voz adquirió una desesperada intensidad-, ya no podemos esperar más. Timmie nos cierra el camino de la expansión. Timmie es la fuente de un posible descrédito; nos encontramos en el umbral de grandes acontecimientos, y, lo siento, Miss Fellowes, pero no podemos permitir que Timmie nos lo impida. No podemos. No podemos. Lo siento, Miss Fellowes.
— Está bien -aceptó Miss Fellowes, con tristeza-. Déjeme decirle adiós. Deme cinco minutos para despedirme. Concédame esto, por lo menos. Hosklns titubeó.
— Adelante.
Timmie corrió hacia ella. Por última vez corría hacia ella y por última vez Miss Fellowes le estrechó en sus brazos. Por un momento le abrazó a ciegas. Con la punta del pie tiró una silla hacia sí, la apoyó en la pared y se sentó.
— No tengas miedo, Timmie.
— No tengo miedo, si está conmigo, Miss Fellowes. ¿Está enfadado conmigo el hombre que está ahí fuera?
— No, no lo está. Es sólo que no nos comprende. Timmie, ¿sabes lo que es una madre?
— ¿Como la madre de Jerry?
— ¿Te hablaba de su madre?
— A veces. Yo pienso que una madre es quizás una señora que se ocupa de uno y que es muy cariñosa y que hace cosas buenas.
— Eso mismo. ¿Has deseado alguna vez una madre, Timmie? Timmie apartó la cabeza del hombro para poder mirarla. Muy despacio, le pasó la mano por la mejilla y el cabello, y la fue acariciando, como había hecho ella con él hacía tanto tiempo. Le preguntó:
— ¿Es usted mi madre?
— ¡Oh, Timmie!
— ¿Está enfadada porque se lo he preguntado?
— No. Claro que no.
— Porque ya sé que su nombre es Miss Fellowes, pero…, pero a veces la llamo «madre» por dentro. ¿Está bien?
— Si. Si. Está muy bien. Y no te dejaré nunca más y nadie te hará ningún daño. Estaré siempre contigo para cuidarte. Llámame madre para que pueda oírte.
— ¡Madre! -dijo Timmie radiante, apoyando su mejilla contra la de ella.
Miss Fellowes se levantó y, con el niño en brazos, se subió a la silla. El principio de un grito, desde fuera, pasó inadvertido para ella, y con su mano libre dio un tirón con todas sus fuerzas al cable donde pasaba entre dos ojetes.
Perforó Estasis y la habitación quedó vacía.
"Pida la palabra, pero tenga cuidado", de Julio Cortázar.
¿Qué diremos de ajetreo? Que se requieren las dos manos, una por arriba y otra por abajo, como quien sostiene a un bebé de pocos días, a fin de evitar las vehementes sacudidas a que ambos son proclives. ¿Y proclive, ya que estamos? Se la agarra por arriba como a un rabanito, pero con los dedos porque es pesadísima. ¿Y pesadísima? De abajo, como quien agarra una matraca. ¿Y matraca? Por arriba, como una balanza de feria. Yo creo que ahora usted puede seguir, doctor Lastra.
"Volver", de Ida Vilariño
entre mis libros
mi aire mis paredes mis ventanas
mis alfombras raídas
mis cortinas caducas
comer en la mesita de bronce
oír mi radio
dormir entre mis sábanas.
Quisiera estar dormida entre la tierra
no dormida
estar muerta y sin palabras
no estar muerta
no estar
eso quisiera
más que llegar a casa
Mas que llegar a casa
y ver mi lámpara
y mi cama y mi silla y mi ropero
con olor a mi ropa
y dormir bajo el peso conocido
de mis viejas frazadas.
Más que llegar a casa un día de estos
y dormir en mi cama.
"Soneto LI, Mediodía", de Pablo Neruda.
Tu risa pertenece a un árbol entreabierto
por un rayo, por un relámpago plateado
que desde el cielo cae quebrándose en la copa,
partiendo en dos el árbol con una sola espada.
Sólo en las tierras altas del follaje con nieve
nace una risa como la tuya, bienamante,
es la risa del aire desatado en la altura,
costumbres de araucaria, bienamada.
Cordillerana mía, chillaneja evidente,
corta con los cuchillos de tu risa la sombra,
la noche, la mañana, la miel del mediodía,
y que salten al cielo las aves del follaje
cuando como una luz derrochadora
rompe tu risa el árbol de la vida.
"En la carpeta", de Juan Gelman Tomé mi amor que asombraba a los astros y le dije: señor amor, usted crece de tarde, noche y día, de costado, hacia abajo, entre las cejas, sus ruidos no me dejan dormir perdí todo apetito y ella ni nos saluda, es inútil, inútil. De modo que tomé a mi amor, le corté un brazo, un pie, sus adminículos, hice un mazo de naipes y ante la palidez de los planetas me lo jugué una noche lentamente mientras mi corazón silbaba, el distraído.
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